Yo ya había estado cinco o seis veces en el País Vasco pero tan borracho y perjudicado que no cuenta como turismo. Ir a Vitoria con los colegas a desparramar en el Festival Azkena Rock es de las cosas más divertidas que he hecho (y espero seguir haciendo) en la vida pero como solemos ir tajaos o resacosos, o ambas cosas a la vez, bastante tenemos con asistir a los conciertos y arrastrarnos luego por los garitos del centro de la ciudad. Así que del País Vasco yo sólo conocía el recinto del festival, el centro de Vitoria, el paseo que lleva del recinto al centro y los cuarenta kilómetros por autovía que hay entre Miranda de Ebro y Vitoria. Para haber pisado tierras vascas tantas veces no me había cundido mucho.
Esa deuda histórica la hemos saldado tras cuatro días por carreteras de Euskadi. Un servidor al volante y la copiloto ejerciendo de Dj. Y ha vuelto a pasar. La sensación de estar donde quieres estar. Ya he contado por aquí más de una vez que a mí dame una carreterita serpenteante y boscosa y llámame tonto. Si encima cada pocas curvas aparece el mar entre los árboles poco más puedo pedir. Cuando la carretera y el paisaje son el destino de tu viaje lo mismo te da tirar por un camino que por otro o dar vueltas en círculo y pasar tres veces por el mismo pueblo. Como al que le mola el Dragon Khan y se sube siete veces seguidas.
No me van a dar el Pulitzer por descubriros ahora las maravillas de Euskadi; mar, montaña, pintxos y buena gente como resumen más sintético que se me ocurre. De esos sitios que antes de dejarlos ya estás pensando que tienes que volver. Curiosamente es lo mismo que te pasa con el curro pero con algún ligero matiz.
Si me tuviese que quedar con algún momento del viaje creo que serían los cien kilómetros por carretera desde Zumaia a Bakio bordeando la costa entre mil tonalidades de verde distintas. Que la Dj pusiese a los Metallica a todo trapo seguro que ayudó a que se nos cayese la baba a los dos curva tras curva y que ese rato entrase directamente al top ten de mejores ratos de mi puta vida.
Imagínate que te alojas en una casa rural perdida en el monte y la dueña de la casa te dice “si volvéis de noche no abráis la puerta de la finca antes de que hayamos atado a los perros, para que no se escapen, sobre todo el oscuro, que de noche no se le ve”. Imagínate qué podría pasar después. Bingo. Que no se te olvide imaginar que ese perro pardo del que habla la señora es un mastín de sesenta kilos de músculo gobernados por un cerebro de cuatro meses de vida. Una bestia sin conocimiento con cabeza de minotauro y media pinta de babas colgando de las fauces. Un perro tan grande que no te daba miedo que te mordiese sino que te devorase. Un animalico que respondía al nombre de “Tigre”.
Mira que solo había una regla que recordar…. Al volver en coche después de cenar abrimos con el mando la puerta de la finca sin contemplaciones y sólo nos dimos cuenta de nuestra imprudencia al ver pasar junto al coche a Tigre muy ufano camino del extenso mundo exterior. No tardó en aparecer apresuradamente la dueña llamándolo a voces. El presagio de una noche en vela rastreando a un perro por el monte me sobrevoló la azotea, pero tuvimos suerte, Tigre no le pedía mucho a la libertad. Se conformó con dejarse la garganta ladrándole al perro de la finca contigua. Para allá que fue la dueña mientras nosotros participábamos en la operación llamando al perro para tratar de enmendar un poco nuestra torpeza anterior. La buena noticia es que la dueña no tardó en conseguir mandarlo de vuelta para casa. La mala noticia es que entre Tigre y la casa estábamos nosotros dos. Si os habéis leído El Perro de los Baskerville quizá os hagáis una mejor idea de la situación. Y si no también. Un puto mastín más grande que tú y con menos cerebelo galopando en plena noche. Directo hacia ti. Jadeando como una mala bestia y con los ojos encendidos. Si hubiese estado yo solo lo mismo me subo a un árbol o salgo corriendo y no paro hasta Burgos. Pero no era el caso y será por genética ancestral, porque he visto muchas películas o por las cervezas de la cena la cosa es que di un paso al frente y me quedé allí clavado para que el cachorro hiperactivo me embistiera a mí y no a ella. Mientras lo veía venir en mi cabeza se repetían como un mantra las frases “solo es un cachorro” y “corre gilipollas que te come”.
El cánido se abalanzó sobre mí abrazándome con sus patorras y poniendo su cabezota a la altura de la mía. Así erguido era más alto que yo. Si aguanté el envite sin caerme fue más por vergüenza torera que por fuerza. Intenté hacerme con el mastín pero allí había demasiado perro para mí solo. Entre la fuerza que hacía el bicho tratando de zafarse y el baño de babas consiguiente no tardó en escaparse…. e ir directo a por la nena. Le metió tal viaje que no la estampó contra un muro porque nuestro ángel de la guarda movió el muro medio metro justo antes de que ella se abriese la cabeza contra él. Ahora nos reímos pero mientras veía la escena a cámara lenta casi se me sale el corazón por la boca. Qué cerquita está la comedia de la tragedia. Apenas a medio metro.
Ya me empieza a apetecer vivir una de esas aventuras, contigo, en primera persona.
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Cosas nos pasan a todos….pero yo soy un cansino y os las cuento : D
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