Laurent llegó a recogerme al aeropuerto tarde y sin haber dormido pero con la mejor excusa que puede tener alguien que llega tarde y sin dormir. Apareció en la terminal de llegadas con pinta de llevar dos días de juerga y una gran sonrisa pegada en la jeta. El algodón no engaña y efectivamente me confirmó que llevaba dos días de pendoneo y que esa sonrisa no era solo por volver a verme sino porque la juerga había acabado como solo acaban las que te cuenta otro.
El día había empezado mejor para Laurent que para mí. Me había levantado a las seis menos cuarto de la mañanita blasfemando entre dientes pero resignado porque si quieres volar barato el madrugón no te lo quita nadie. Llegué al aeropuerto con tiempo de sobra para sentarme tranquilamente en una cafetería a ver pasar gente y achicharrarme el hocico con el primer sorbo de un café con magma volcánico cortito de café. Relamiéndome aún los labios para aliviar la pupa cogí el avión a Dublín más o menos a la hora en la que Laurent disfrutaba de la vida con el culo al aire.
Cuando estuve aquí en mayo dormí en una pequeña habitación de la planta baja que supuestamente era fría y húmeda pero este es un dato que no os puedo confirmar porque yo cada día caía desmayado sobre el catre sin reparar en las condiciones climáticas del zulo. Pero parece ser que ahora, en otoño, junto al mar y en Irlanda, en esa habitación cogería frío hasta el Yeti así que he sido reubicado en la primera planta. Laurent ha subido otro colchón a su habitación y me ha cedido su cama desoyendo mis protestas. Y así hemos dormido, como nos conocimos hace casi veinte años, compartiendo una habitación abuhardillada. Como Epi y Blas. Lo último que recuerdo de anoche es estar despollándonos los dos con esa risa floja que te entra cuando estás con colegas y pretendes dormir pero en cuanto apagan la luz todo el mundo se pone a decir sandeces.
Para redondear la noche esta mañana me he despertado acompañado. No se trataba de Laurent intentando profundizar en nuestra relación hasta el fondo sino de Natee dándome calorcito y recordándome lo poquito que hace falta a veces para ser feliz. Para los recién llegados he de aclarar que Natee es el nombre del perro de Laurent y no el diminutivo de Natalia.
Lo bueno de que mi anfitrión sea cocinero es que me tiene como a un señorito y no hay día que desde el desayuno hasta la cena todos los platos me hagan salivar al verlos.
Lo malo de que mi anfitrión sea cocinero es que me ceba como a un gorrino ya sea porque está acostumbrado a servir raciones grandes en su curro, porque también se haya unido a la campaña para hacerme engordar o sencillamente porque tiene complejo de abuela. La cosa es que me atalega el tío.
Esta mañana me ha preguntado cómo quería los huevos que acompañaban al bacón, los prefiero revueltos porque debo ser de los pocos españoles a los que no les gustan los huevos fritos, pero no me ha preguntado cuántos me hacía. Cuatro huevos revueltos me ha hecho, cuatro! Y de los gordos. No se si os imagináis lo que abultan cuatro huevos revueltos amontonados en un plato. Apenas quedaba sitio para el bacon que también ha frito sin conocimiento. He llegado al final del desayuno con los dos mofletes llenos como un hamster y más harto de proteínas que Rafa Mora.
Trago como un fanegas pero doy fe de que también lo quemamos. Paseando como jubiletas nos pasamos la mitad del tiempo. Laurent tiene vacaciones así que estamos todo el día pegados el uno al otro como novios empalagosos, con Natee a nuestra vera. Salir a pasear al perro cobra otra dimensión cuando lo haces entre colinas y prados que desembocan en la playa. Has de andar con ojo de no embobarte demasiado con el paisaje porque las que también son de otra dimensión son las boñigas diseminadas por el campo. Hundes el pinrel en una hasta el tobillo y has echado el día my friend. Y como desde por la mañana ya salimos de casa con la empanada puesta no descarto cubrirme de gloria algún día y tener que tirar las New Balance a la basura.
La otra mitad del tiempo nos la pasamos en casa poniéndonos decenas de canciones el uno al otro y chispándonos hasta quedarnos toliga. También arreglamos el mundo a ratos. Hemos empezado por el nuestro que nos urge más.
Cuando Laurent me preguntó anoche “¿me ayudas a montar un terrario aquí en la habitación?” pensé que uno de los dos había fumado demasiado.
Pero no. Ninguno estábamos delirando, al menos yo no. Resulta que al igual que hay tipos que cuando se mamán y les da el subidón se ponen a hacer flexiones en el suelo a Laurent le dio anoche por llevar a cabo algo que llevaba tiempo posponiendo. Montar el terrario que se había encontrado en el sótano de la casa cuando se vino a vivir aquí.
Mon ami me argumentó este aparente dislate con una bonita y larga historia que rememoraba su infancia y que yo os voy a resumir en que hace unos meses se entoligó una noche, se acordó del terrario y de que de pequeño le molaban mucho los bichos, ató cabos y tuvo una revelación, iba a meter un hormiguero ahí dentro.
Lo llamo terrario porque es lo que más se le parece. Una estructura cúbica y metalica de metro y medio de lado forrada con planchas de metacrilato transparente. A priori no parecía un montaje complicado. La única pega es que quizá no era el mejor momento para emprender una tarea que requería cierta claridad mental. Estábamos testando la calidad de la hierba de Clogherhead y claridad mental teníamos de sobra para decir bobadas non stop pero ninguna para recordar de qué pollas estábamos hablando hacía diez segundos. Y en esas condiciones emprendimos la faena de ensamblar una estructura compuesta por veintitantos “palos” del mismo color y casi la misma medida. Ese “casi” fue el que nos mató. Todos los palos nos parecían iguales no me jodas. Pero no eran iguales y si ponías alguno en el lugar equivocado el terrario te quedaba como el Guggenheim.
Fue difícil organizarnos. Nos costaba hasta hablar así que no era el mejor momento para dar y recibir instrucciones. A la melopea había que sumarle el hecho de no estar hablando ninguno en nuestra lengua y el no tener tampoco mucho vocabulario sobre terrarios. Y quizá tener la música a toda tralla no ayudaba tampoco. El house que escupían los altavoces hacía difícil la comunicación y a la vez era imposible no bailotearlo un poco mientras te afanabas en el terrario, lo que hacía más tonta aún la escenita. Nuestro trabajo en equipo se desarrollaba más o menos por estos derroteros:
– Pass me that shit…please
– Whaaaat?
– Pass me that shit!
– Which shit?
– The…eeh… the yellow thing…
– Where?
– In your fucking hand man…Jesus Christ!
Llevando hasta límites desconocidos el método de prueba y error conseguimos tener montado el armatoste casi dos horas y un paquete de tabaco después. Como éramos pocos en la habitación con dos humanos, un cánido y un colchón de invitados ahora además tengo un terrario junto a la cama. Estamos algo apretaitos pero ha sido mucho más divertido que ponerse a hacer flexiones.
And that’s all folks!