Sin duda mi época preferida para vivir en la playa es el invierno. Con “invierno” me refiero al periodo que va desde octubre hasta Semana Santa porque si vives en la costa y trabajas del turismo tu reloj biológico se rige por temporadas, la de verano y la de invierno. Verano es cuando hay gente. Invierno es cuando sólo hay rusos.
Después del pestoso verano la llegada de octubre es un chute de Trankimazin en vena. Para empezar no tienes que aparcar en Murcia. Además la playa está tan desierta como un mitin de UPyD a excepción de cuatro jubiletas y los pocos paisanos que no han tenido más cojones que veranear en octubre. Espero que sepan apreciar la suerte que tienen. ¿No es mejor bañarse en familia con toda la playa para vosotros solos que bañarse rodeados de miles de personas salpicándote agua y arena? Uno debería ir a la playa a disfrutar y estar tranquilo, no a sentirse como un ñu cruzando el río en un documental de esos donde al final siempre pillan.
El verano me mola, no os vayáis a creer, pero me molaba más cuando lo asociaba a mis vacaciones y no a las vacaciones de todos los demás. Que me den por culo si a principios de agosto no tengo ya ganas de que se vayan todos a su puta casa y nos dejen vivir en paz. Y ahora que sé, con bastante rubor y embarazo, que mi hermana se lee este blog de vez en cuando he de matizar esto último. Chacha, lo de que se vayan todos a tomar vientos no lo digo por vosotros ¿eh? Vuestra pequeña invasión veraniega con Irene y Ana a la vanguardia es lo mejor del año por mucho que me toque dormir en el sofa.
Yo iba a hablar de lo triste que era el invierno aquí y he terminado hablando de mis sobrinas, que es lo más alegre que se me ocurre. Debería prepararme un poquito lo que voy a escribir. Vamos a intentar reconducir el hilo al tema playero invernal. Para todos aquellos a los que la idea de ir a la playa a tumbarnos al sol como manatíes varados en la arena nos genera cierta ansiedad la llegada del invierno es una pequeña victoria. Nos reconciliamos con la playa. Como de la operación bikini a estas alturas ya nadie se acuerda dejas de sentir la necesidad de tomar el puto sol. Y como estás más solo que el Tomatito te puedes estirar a tus anchas donde te dé la gana sin sufrir a los agonías que en verano se plantan a un palmo de tu toalla solo por estar medio metro más cerca del agua. Yo en invierno cuando pillo días libres y no tengo resaca suelo acercarme a la playa por la mañana después de comprar el pan y tras sentarme en la arena con mi baguette me embobo un rato viendo cómo los prácticos del puerto ayudan a maniobrar a los torpes cargueros. El colmo de esto es cuando el pan está recién salido del horno y tras arrancarle el pico aún calentito te lo comes con el hambre feroz que te han dado esas caladas de hace media hora a un canuto.
Vamos a ir acabando porque va a empezar Pasapalabra. Sintetizando mucho el asunto creo que el mar me mola más en invierno debido a mi incipiente misantropía o arisquez. La fuerza rancia es cada vez más poderosa en mí y uno empieza a sentirse muy cómodo en el lado oscuro. La gente es maravillosa, sí, sí, pero si los pillas de uno en uno…. la gente a granel solo sabemos dar por culo. “El infierno son los otros” que decía Sartre, y eso que el tipo tenía pinta de no haber pisado la playa nunca. El agua y la arena son las mismas todo el año pero mientras que en invierno el paseito solitario por la orilla te relaja y te resetea el coco en verano, con la playa a rebosar, ese mismo paseo es una especie de gymkana en la que has de sortear maños, guiris, castillos de arena, hoyos traicioneros, mocosos corriendo, bebés gateando, sombrillas voladoras, pelotas de cualquier tamaño, frisbees y cualquier otro objeto volador no identificado que lo mismo te hace carambola en la entrepierna que te peina con la raya en medio.
Bien pensado me podía haber ahorrado esta parrafada sin sentido porque la verdad es que el mar mola en invierno, en verano, en primavera, en otoño y en pepitoria. Pero los que vamos de guays por la vida preferimos el rollito invernal más que nada porque así nos sentimos a contracorriente. Querer ser de lo que no hay no es fácil.
Para no saber qué pollas iba a contaros cuando me he puesto con esto al final me ha quedado un buen montón de palabras. Exactamente ochocientas diecinueve hasta ésta.