Hace tiempo ya os conté que me encantaría tener una furgoneta, una “camper van” según el lenguaje modernoide, con la que perderme por ahí y aparcarla en algún paraje chulo para pasar la noche. El verano pasado me dio muy fuerte con el tema y me planteé en serio, todo lo seriamente que soy capaz de plantearme algo, la idea de empezar a ahorrar con vistas a comprarme de una vez la furgo. Era consciente de que mis expectativas no podían ser muy altas. Por mucho que ahorrase sólo podía permitirme un cacharro más viejo que yo y con el kilometraje reflejado en años luz. Esa perspectiva no me desanimó en absoluto pues yo también estoy algo cascao de chapa y pintura y tampoco carburo como hace años. Mi achacosa furgo y yo haríamos buena pareja.
Pero toda esa paja mental cambió en cosa de segundos cuando, viniendo precisamente de acampar en el Montseny, tuve una revelación mientras echaba gasolina. La furgoneta sólo era un capricho goloso que me había empeñado en convertir en una necesidad. Estaba idealizando la cosa como hago con todo. Porque me gusta irme de vez en cuando a pasar la noche por ahí pero no soy un campista compulsivo que aprovecha cada día que tiene libre para perderse en la naturaleza en busca de paz y picores. El campo me mola pero mis días libres me los suelo pasar tocándome las bolas a dos manos y como mucho pillándome un pedete si se tercia. Como decía mi abuela “para ese viaje no se necesitan alforjas”. Con la furgoneta me iba a sentir obligado a largarme con ella a la mínima ocasión para darle sentido a su compra y no descubrir que había vuelto a equivocarme al dejarme llevar por mis impulsos.
Ese día vi clarito que hipotecarme con una furgo para utilizarla en ir y volver del trabajo y muy de vez en cuando hacer una escapadita no era lo que tenía que hacer con mi vida en ese momento. Lo que tenía que hacer con mi vida aún no lo sé a día de hoy pero en aquella gasolinera de la AP-7 decidí que la furgoneta podía esperar ad infinitum y que era mucho mejor gastar ese dinero que aún no tenía en irme a ver cómo les iba la vida a Miguelín y Sebas en Hong Kong. Y bendita la hora porque ese mes que me pasé en oriente con Darry me llenó más y me abrió más el coco que cualquier bien material que me haya comprado hasta la fecha. Conozco múltiples formas de tirar el dinero pero los amigos y viajar no están en esa lista.
Se me ha vuelto a ir la mano con la introducción y ya debéis estar hartos de leer cuando ni siquiera he llegado al meollo de lo que quería contaros. La cosa es que por razones largas de explicar mis padres y yo hemos hecho un cambio, ellos se han quedado mi Renault Clio y yo ahora conduzco su Hyundai Tucson, un modesto 4×4 koreano. Me sobra carro por todos lados, el pequeño Clio se ajustaba más a mi cuerpecillo de torero, pero en este coche puedo hacer algo que en el Clio me resultaba imposible y que era la razón básica de que quisiera una furgoneta. En el Tucson puedo dormir dentro cómodamente sin despertarme por la mañana con la sensación de haber dormido dentro del Guernica de Picasso. Tumbando los asientos traseros cabemos cómodamente un servidor y mis achiperres de campista. No es una Volkswagen California T6 pero para el uso que le voy a dar este coche es más de lo que necesito.
El Clio y yo llevábamos juntos diez añitos. Os voy a ahorrar el relato nuestras andanzas porque me las reservo para el libro pero no os vais a escapar sin la batallita de cuando me perdí a voluntad durante unos días por el desierto de Almería. Eso tras unas jornadas de insensata parranda con Sebas en Granada, la mejor preparación física para irte en pleno julio al desierto. Mi plan no podía ser más simple. Levantar polvo por los caminos de aquellos parajes sin ningún rumbo definido, con los Chemical Brothers a todo trapo en la radio y algo colocao. Estuve un par de días sin ver un alma apenas. Es curioso lo pronto que se asilvestra uno si lo alejas lo suficiente del cemento. Solo me faltaba un taparrabos porque la sensación de soledad y libertad era tal que cerca estuve en algún momento de salir corriendo por allí en pelotas con una palo en la mano. Os lo recomiendo. No lo de correr en pelotas por el campo con un palo, que también, sino lo de perderos unos días por Tabernas, los Monegros o cualquier otro páramo que se os ocurra, a poder ser en compañía de nadie. Es lo más parecido que hay a parar el mundo y bajarte un rato.
Mi nuevo buga y yo acabamos de empezar. Espero que nuestra historia sea por lo menos la mitad de entretenida que lo han sido mis andanzas con el Clio. Y creo que es buena señal el hecho de que mientras escribo esto lleve un rato wassapeando con Laurent acerca de un probable viajecito a través de europa, los dos a lomos de mi carro heredado. Antes de empezar a escribir esto ese plan ni existía y ahora es lo único en lo que puedo pensar. La felicidad es planear cosas que te hacen feliz.