Como tengo ganas de escribir pero no sé qué contaros me vais a permitir que os traiga una historia que pasó hace mucho mucho tiempo. No podría concretar el año exacto pero yo debía andar por los seis o siete años de edad por lo que supongo que fue a comienzos de los ochenta. Sé que era sábado porque mis padres siempre iban a hacer la compra del mes en sábado. Y fue en el Corte Inglés de Preciados, en Madrid. Antes no había tropecientos hipermercados en cada polígono donde ir a por provisiones. Y no, no íbamos al Corte Inglés porque fuésemos pijos sino porque mi padre trabajaba para la empresa y nos hacían el 15% de descuento.
Un sábado al mes nos montabamos mis padres, mi hermana y servidor en un Simca 1200 verde botella y años más tarde en un Opel Kadett rojo pasión y tomábamos la Carretera de Andalucía camino del puñetero centro exacto de la capital. Al llegar a Madrid cogíamos Antonio López, cruzábamos el río Manzanares, subíamos por la calle Toledo y tras meternos por los subterráneos de la Plaza Mayor llegabamos a la Calle Mayor y con un par de giros más nos metíamos por fin en el aparcamiento del Corte Inglés. Yo creo que ese 15% de descuento se nos iba en gasolina.
Pero ir a unos grandes almacenes tenía su aquel cuando apenas había ni supermercados en España. Joder, os estoy hablando de una época en la que, al menos en mi pueblo, todavía íbamos a veces a la lechería con un cubo a comprar leche, y a veces esa leche se cortaba al llegar a casa y tu madre o tu abuela aprovechaban para hacer requesón. Si el día antes habías ido a por leche con un cubo y hoy ibas en coche a la capital del país tu vida era una aventura constante. Lastima estar dándome cuenta ahora al escribirlo.
La compra principal que veníamos a hacer allí era carne, pescado y el resto del carro de la compra. También dábamos alguna vuelta en busca de abrigos o bañadores según la época. De ropa de vestir no comprabamos mucha porque mi madre era costurera y yo no tuve unos vaqueros hasta los 14 años. Antes de eso todo fueron pantalones de pinzas confeccionados por mi madre y jerséis de lana tejidos por mi abuela que mis amigos todavía recuerdan. No era lo mejor para pasar desapercibido en el cole.
El supermercado del Corte Inglés de Preciados está en el primer sótano. Todo ha cambiado mucho en los últimos años pero en la época de la que hablamos la librería estaba frente al supermercado. En mis primeros viajes yo entraba con mis padres al super y los acompañaba sentado en el carro de la compra. Pero cuando ya fui capaz de no cagarme encima me empecé a independizar y a base de insistir conseguí permiso para esperarlos en la librería. No os engañeis, no iba a leer a Leibniz, sino a fliparlo con los libros de dibujos y fotografías. Sobre todo de fotografías. Y especialmente los del World Press Photo. Aún hoy sigo mirándomelos si me topo con alguno. Yo con seis años ya miraba esos libros de grandes fotógrafos pero os engañaría si dijera que despertaron de manera consciente en mí la idea de terminar haciendo fotos. Los ojeaba porque me gustaban las fotos que veía. Res més. No creo en el destino pero reconozco que a veces se muestra juguetón. Y no lo digo porque yo haya terminado haciendo fotos aunque con mucha menor fortuna que los fotógrafos de aquellos libros sino porque quince años después de todo aquello empecé a trabajar en ese mismo supermercado como mozo de almacén.
Voy a intentar sintetizar a partir de ahora porque la introducción me está quedando algo larga por culpa de la Hoegaarden, que se me sube a la cabeza empeñada en escribir por mí. En una de tantas veces que yo me quedé solito en la librería y mi hermana en alguna otra sección del centro comercial mientras mis padres compraban un tipo se me acercó. Yo ojeaba un libro del World Press Photo para variar y del tipo solo recuerdo que era moreno, que llevaba un abrigo corto negro y que tenía las uñas muy largas. Apareció por mi izquierda y se puso a mirar los libros que miraba yo. El resto siguió el que supongo es el guión típico en estos turbios trances. “¿Te gustan esos libros?….. A mí también me gustan……Y tengo muchos de esos libros en mi casa… ¿quieres venir a verlos?” Yo no quería irme de allí por un sinfín de razones pero ni se me pasó por la cabeza lo que tenemos todos en mente hoy en dia. Le dije que no, que me quedaba allí porque estaba esperando a mis padres. El tipo insistió un par de veces pero yo no iba a ningún lado. En ningún momento pensé que fuese una situación peligrosa. Eso es lo que da más miedito.
De hecho, ese encuentro me afectó tan poquito que lo olvidé completamente y no lo comenté con nadie. Y ahí estaba, en el baúl del olvido hasta que hace unos diez años me vino de golpe a la cabeza al tener en las manos un libro parecido en la librería de un aeropuerto. Si amigos, cualquier excusa es buena para endosaros otra batallita. A la vuelta de un festival de música en Irlanda y con toda la depre post festivalera en su apogeo me entretuve en el aeropuerto de Dublín ojeando libros en una tienda. Y al ver un World Press Photo me vino aquella vieja historia a la cabeza. Fui consciente de lo que había pasado aquel día a principios de los ochenta y sobre todo fui consciente de lo que no había pasado por poco. No sé cuáles eran las intenciones de aquel tipo de las uñas largas. Quizá era el dueño de la mayor biblioteca de libros de fotografía del mundo a la par que un gran amante de los niños en el más casto sentido de la palabra. Pero probablemente no era nada de eso y lo único que quería enseñarme en su casa era la flauta de Bartolo, la de un agujero solo. Se me revuelve la tripa pensando con cuántos niños le saldría bien aquella treta.