Día 21. Hambre.
Cuando un alemán os diga que aquí al ladito del hotel, siguiendo recto por la carretera y luego a la izquierda, hay un gran mercadillo de comida callejera, no le hagáis ni puto caso y mandadlo a freír kartoffel. Nosotros le creímos y, o bien no seguimos acertadamente sus indicaciones o bien para un alemán el concepto “al ladito” viene a ser en el quinto coño. Cierto es que mientras el alemán me daba las indicaciones yo desconecté un poco y cierto es también que si ayer no nos hubiéramos empanado no nos habría hecho falta salir en busca de algo para cenar en plena noche y bajo la lluvia. Ya os dije el otro día que aquí cerca hay tenderetes donde comprar comida pero esta gente también tiene que descansar y como no estamos en una zona muy turística a media tarde cierran todos menos la tiendecilla del abuelete madridista, donde lo más parecido a una cena que hay son latas de sardinas. Otros días nos lo habíamos montado mejor y antes de que cerrasen los tenderetes habíamos comprado pad thai o arroz con cosas para cenar en el hotel más tarde pero ayer se nos fue el santo al cielo. Nos acordamos de la cena cuando nos entró el hambre y todos los “locales” cercanos ya habían cerrado pero recordando vagamente lo que nos había dicho el teutón el día antes salimos esperanzados de encontrar ese mercadillo y algo calentito para comer. En la calle había menos luces que en la cabeza de un nazi y llovía, poco pero llovía. Esta lluvia se mantuvo así de suave hasta que estuvimos suficientemente lejos del hotel, entonces vino el diluvio de nuevo. Y así, andando por el arcén, iluminados sólo por las luces de los pocos coches que nos adelantaban y bajo el puto monzón anduvimos cosa de dos kilómetros. Allí solo faltaba el tipo chungo de “Sé lo que hicisteis el último verano”.
Ni encontramos el mercadillo ni nada comestible aparte de las ranas que cruzaban la carretera. Somos muy testarudos pero todo tiene un límite así que antes de que nos atropellase un coche o nos cayésemos por una escurriembre nos dimos media vuelta camino de la tienducha del abuelete merengón. Terminamos cenando patatas fritas de bolsa y sardinas en lata. De hecho al final no eran sardinas sino trozos de caballa y qué queréis que os diga, sería el hambre o lo cansados que estábamos tras ese agradable paseíto pero la cena nos supo de maravilla.
Hoy ha salido el sol y hemos vuelto a pillar la motillo, una algo menos cascada que la de ayer y esta vez pagando, pero no mucho la verdad, 200 baths (5 euretes) por disfrutar de ella todo el día. Aprovechando el buen tiempo hemos dado la vuelta entera a la isla parando de vez en cuando en alguna playita a echarnos un café o una Chang. Como curiosidad a destacar hoy hemos echado gasolina en una peluquería. Al rato nos ha adelantado una camioneta llena de cocos sobre los que iban cómodamente sentados dos monos. Cuando conduces por caminitos selváticos poco transitados disfrutas como un enano pero en carretera, y sobre todo en los núcleos urbanos, la cosa estresa un poco pues el Código de la Circulación tailandés tiene una sola regla o norma que vendría a ser ésta: Maricón el último. Tienes que andar con mil ojos pues continuamente se te cruzan coches o motos cuyos conductores no le tienen ningún apego a la vida.
Sin embargo he mejorado mucho mi pilotaje en estos dos días y hoy por la tarde ya he alcanzado el nivel “chulito de playa”, o sea, una mano metiendo gas y en la otra un cigarrito.
Día 22. La cuenta atrás.
Mi móvil no ha respondido al tratamiento intensivo con arroz y ha pasado a mejor vida. Realmente está en modo zombi, pues sigue encendido pero el táctil no me funciona, que es como si estuviese clínicamente muerto pero aún respirase. No puedo apagarlo tampoco porque necesita que lo confirme dando a un botoncillo que aparece en la pantalla táctil, cagüento, por lo que veo llegar notificaciones de wassap y otras historias pero no puedo acceder a ellas. La batería me duraba poco cuando lo necesitaba vivo pero ahora llevo dos días esperando ansioso que se muera y pueda descansar el pobre. Cosas de la vida moderna. Y no, no puedo quitarle la batería, hasta ahí llegaba yo solito.
Hoy nos vamos de Ko Samui en ferry, luego un ratito de bus y otra vez pillaremos, camino de Bangkok, ese tren que me dejó loco hace poco más de una semana. El tren será igual de fascinante que el otro día, la selva olerá igual y los cigarritos sentado en las escaleras con las puertas del tren abiertas me volverán a hacer sentir como Indiana Jones. Pero habrá un pequeño cambio. El viaje será de vuelta y no de ida. Y cualquiera que hay ido de viaje, ya sea al otro lado del mundo o ya sea a Segóbriga, sabe que nada tiene que ver la ida con la vuelta. El ánimo es bien distinto. Y aquello de “que te quiten lo bailao” sirve de consuelo pero no del todo. Yo quiero bailar siempre. Pero no se puede. Yo no puedo. Por ahora.
Claro que tengo ganas de volver a casa y encontrarme con la familia y los amigos…y comerme unos taquitos de queso manchego con pan de pueblo (en Tailandia no hay queso!!!) pero en estos momentos de predepresión postvacacional no puedo olvidarme de aquella frase del difunto Antonio Gamero, uno de los actores secundarios que nuestra generación se ha hartado de ver en cientos de “españoladas”. Esta frase genial que solía decir, huyendo del topicazo, cuando rodaba en exteriores era “como fuera de casa, en ningún sitio”. Estoy contigo Antonio.
Para despedirnos bien de Ko Samui anoche Darry y yo nos salimos al fresco de nuestra terraza a despachar las últimas Chang compradas en la tiendecilla de abuelo madridista. Nos dio pena despedirnos de él, ya eramos parroquianos del lugar, pero más pena le tuvo que dar al abuelo, no sólo por lo majetes que somos, sino porque cada vez que nos veía llegar a la puerta de la tienda se le iluminaban los ojos con el símbolo del bath resplandeciendo sobre su pupila. Un día incluso nos ofreció parte de su desayuno, una especie de pasteles de arroz rellenos de quién sabe qué y envueltos en hojas de banano. Al día siguiente nos presentó a su familia y sus nietos nos hacían más reverencias que un lord de pacotilla frente a la Reina de Inglaterra.
Y no nos podemos ir de Ko Samui sin recomendar muy y mucho el alojamiento en el que hemos estado. Esta vez no ha habido soborno de cervezas mediante y si escribo esto es por puro agradecimiento sincero. El sitio en cuestión se llama Villa Giacomelli, en Taling Ngam Beach, y es lo que el nombre promete. Una villa o casa romana, con pocas habitaciones por lo que te sientes como en tu casa, cerquita de la playa y en medio de la selva (según escribo esto y mientras Darry duerme estoy escuchando aquí en la terraza a mogollón de animales liándola parda ahora que ha llegado la noche) y donde nos hemos encontrado la mejor, más preparada y más limpia habitación de todo nuestro periplo por Tailandia. Yo ha sido aquí donde me he atrevido por fin a darme con la manguerita esa en el ojal después de, ya sabéis. Y todo un acierto oye, te deja el donut como nuevo. Estoy pensando en instalarme una en casa. Los dos jóvenes italianos encargados de llevar el negocio, Manolo y Giulia (la que nos dejó su moto) te hacen sentirte como de la familia al minuto uno de llegar y cada noche aparecían por nuestra terraza para charlar un poco de cómo les va la vida aquí, compartir todo lo que han aprendido en años de rular por el mundo y echarse unas risas con nosotros. Y todo esto por 12,5 euros por la habitación, no por persona. No sé cómo ni cuando pero volveremos.
Día 23. Chapuzas.
– ¿Qué hora es Darry?
– Aún es pronto Mike, duerme tranquilo.
Me di media vuelta en la cama y abracé la almohada de nuevo, dispuesto planchar la oreja un poquito más. Escuché como Darry se metía en el baño y abría el grifo de la ducha. El ruido del agua me acompañó mientras iba quedándome poco a poco dormido. A punto estaba de empezar a roncar cuando algo me sobresaltó. El agua de la ducha parecía salir con más fuerza de lo habitual, ya no oía un siseo sino un chorrazo. Luego escuché a Darry jurar en arameo y supe que había llegado la hora de levantarse. Salté de la cama, me acerqué a la puerta de baño dando traspiés y pregunté algo cuya respuesta ya sabía.
– ¿Se te ha salido el grifo de la ducha Darry?
– ¡¡¡Siiiiiii!!!
En días anteriores ese grifo ya había dado muestras de ir a jugárnosla en cualquier momento y el momento había llegado, la fiesta de coger mierdas con cesta acababa de empezar.
– Tápate nena, voy a entrar.
El panorama que me encontré en el baño era el que me esperaba y me habría partido de risa sino fuese porque era obvio que teníamos un buen marrón entre manos. Darry se tapaba con la toalla como buenamente podía mientras trataba de taponar con las manos el caudal de agua a presión que salía del tubo donde anteriormente estaba la llave del grifo. El chorro salía con ganas y golpeaba sobre los azulejos de enfrente mientras la llave desertora reposaba en el suelo de la ducha. Ese suelo se iba cubriendo poco a poco de agua pues el minúsculo desagüe no podía tragar tal cantidad de líquido. Cogí la llave del suelo y la intenté enroscar en el tubo con poca fe. Sólo conseguí que el agua saliese disparada en todas direcciones y acabar empapado de arriba a abajo yo también. La escena era digna de un vídeo de Youporn que podría llevar por titulo “La MILF y el fontanero tapan el agujero”. Yo seguía con la llave del grifo en la mano pues no había manera de enroscarla de nuevo y menos aún intentando realizar la operación en escorzo para librarme del chorrazo. En un intento desesperado me situé frente al chorro, que por aquellas cosas de la vida estaba situado a tal altura que el agua a presión iba directa a mi entrepierna, y con todas mis fuerzas y medio ahogándome giré y giré la llave hasta que por fin ésta entró en la rosca y el agua dejó de salir por el tubo y empezó a hacerlo por la alcachofa que tenía sobre mi cabeza. Giré la llave en un sentido y el agua seguía cayéndome encima, la giré en el otro y lo mismo. Mierdón, el problema era más gordo de lo que nos pensábamos. El grifo estaba roto por dentro y no había forma de conseguir que dejase de salir agua.
La inundación del suelo empezaba a ser muy preocupante y estaba rebasando el pequeño escaloncillo de apenas tres centímetros que separaba el baño de la habitación. Fui a recepción a pedir auxilio pero no encontré a nadie. En el baño no había llave de paso general que poder cerrar así que a Darry y a mí no nos quedó otra que ponernos a achicar agua del baño con un cubo y una papelera e ir volcándola en la taza del vater. Finalmente Darry consiguió hablar con Giulia, la empleada, pero ésta tampoco sabía qué hacer y nos dijo que tendríamos que esperar a que viniese Manolo, no sabía a qué hora, que era el manitas que se solía encargar de estas chapuzas. Teníamos por delante todo un planazo de quién sabe cuanto rato, quizá horas, doblando el lomo para achicar el agua y que no inundase la habitación. Ese panorama desalentador puso a trabajar a toda maquina la poca materia gris que me queda tras tanta Chang y recordé que la ducha tenía un botoncito con el que podías cambiar el curso del agua para que saliera o bien por la alcachofa o bien por una manguerita que colgaba junto al grifo. Pulsé el botoncito y, aunque estábamos en las mismas y seguía saliendo el mismo agua pero ahora por la manguerita, al menos ahora vi algo de luz al final del túnel. Fui a buscar una fregona y atando con cinta aislante (sí, me traje cinta aislante a Tailandia, ahora ya sabéis para qué) la manguerita al palo de la fregona y cruzando éste por encima de la taza del vater conseguimos que todo el agua que salia de la manguera fuese directo a la taza sin necesidad de dejarnos los riñones nosotros achicándola. No se lo digáis a nadie pero soy un genio. Con unos pocos cubazos más conseguimos sacar todo el agua que quedaba sobre el suelo de la ducha y, aún sudorosos y algo acelerados, pudimos sentarnos a echarnos un merecido piti y esperar a Manolo. Tardó dos horas en venir de donde estuviese, menos mal que no nos las pasamos achicando agua. Después de varios intentos para solucionar el entuerto a Manolo no le quedó más remedio que cortar el agua de todo el hotel y rezar para que algún fontanero thai tardase menos de tres días en venir “urgentemente”.
Estamos de nuevo en Bangkok y lo que os dije ayer de que el tren nocturno de vuelta no iba a ser lo mismo que el de ida ha resultado ser mentira. Casi os diría que el viaje nos ha gustado más que a la ida. Me voy a empadronar en ese tren.
Día 24. Esto es todo amigos.
Parecía buena idea pasar nuestra última noche tailandesa en Bangkok. Así nos evitábamos empalmar el viajecito de doce horas en el tren nocturno con el vuelo de vuelta a Hong Kong. Mejor tener una noche de descanso entre ambos trayectos. Esa era la teoría. Pero claro, si en Bangkok te pillas un hotelillo (por llamarlo de alguna forma porque menuda sordidez madre mía) a cinco minutos escasos de Khao San Road y a ello le sumas cierta querencia por la juerga quizá tus planes de descansar se vayan al traste. No voy a detenerme mucho en nuestra salida nocturna de anoche pues ésta transcurrió más o menos por los mismos derroteros que la descrita en el capítulo 12 de este folletín. Por ello esta mañana cuando me he despertado ya no me parecía tan buena idea haber “descansado” en Bangkok y me dolía el tarro por mí y por todos mis compañeros.
Probablemente ésta sea la última historieta de nuestro viaje a Asia. Aún nos quedan tres días en Hong Kong antes de volver a España pero me voy a ir despidiendo ya porque entre el cansancio acumulado y la pequeña depresión que uno arrastra siempre que se acaba lo bueno poquitas ganas tengo de seguir dándole a la tecla. Aunque siempre existe la posibilidad de que alguna de estas últimas noches me venga la inspiración (embotellada seguramente) y me arranque con un bis.
El día 7 de febrero salimos Darry y yo de Madrid y el 8 de marzo estaremos allí de nuevo si los pilotos se lo curran. Aterrizar en la vida real va a ser durillo pero más duro es bajar a la mina y sería de muy mal gusto quejarme ni siquiera un poquito sabiéndome un puto privilegiado por poder disfrutar de experiencias como la que hemos vivido este último mes. Hasta que se me ocurra la gran idea que me saque de pobre o pegue un braguetazo de escándalo no me queda otra que currar para poder permitirme soñar con nuevos viajes. Aún no sé cuál será el próximo destino pero después de una breve charla en la cola del McDonalds del aeropuerto con un bellezón de rasgos orientales afincada en Texas me han entrado unas ganas locas de conocer ese estado norteamericano. Bueno, sinceramente Texas me la trae al fresco y lo que quiero es buscar entre sus habitantes a esa moza de cuarenta y pocos kilos de peso y más bajita que yo pero que me ha dejado loco en cosa de cinco minutos. De hecho no sé ni qué hago escribiendo sobre ella cuando lo que quiero es acabar cuanto antes esta parrafada, pero no lo he podido evitar. Se me debe haber notado mucho la baba porque la yanki me ha dicho sin yo preguntárselo que en Texas la esperaban tres hijos y un marido. Me enamoro así de fácil pero se me pasa enseguida. En estos momentos el nuevo amor de mi vida es la azafata de Air Asia que acaba de pasar por el pasillo del avión ofreciendo sandwiches.
Para acabar voy a pasar de conclusiones pedantes y pomposas. Acabo de borrar un párrafo entero donde loaba las maravillas de Tailandia y sus gentes. Lo resumiré en que quien aún no haya venido está tardando en hacerlo. Y si queda alguien que sigue pensando que venir aquí es irse al tercer mundo o jugársela que despierte ya o que apague la tele.
Gracias por veniros de viaje con nosotros, espero que os lo hayáis pasado bien. Kop kun kap.
Actualización: Creo que me he despedido demasiado pronto porque solo llevo tres horas en Lamma, la isla donde vive Miguelín en Hong Kong, y en este rato ya me ha dado tiempo a:
– Aguantar la brasa de Casper, un tipo melenudo de dos metros medio japones y medio yanki que podría protagonizar cualquier peli de acción oriental, que ha decidido desahogarse con nosotros, y especialmente conmigo, para no partirle la cara a otro tipo con el que se había mosqueado.
– Cantar a voz en grito un montón de éxitos del pop español acompañado de un montón de paisanos ibéricos bajo los acordes de la guitarra de Sebastiano, un italiano estoico que lo mismo te toca un tango que una ranchera.
– Arrodillarme frente al baño de un bar para comprobar mirando por debajo de la puerta si el tipo que había dentro estaba vivo o se había muerto. Estaba vivo gracias a Dios.
Seguiremos informando, o no.