Día 13. Mi tren.
Cualquiera que haya intentado comprar o simplemente comprobar el precio de un billete de tren en la web de RENFE sabe que muchas veces tienes que dar más vueltas de las necesarias y en no pocos casos irte ya algo cabreadillo a buscar la información a un comparador externo, bastante más intuitivo y claro que dicha web. Y en lo que se refiere a la compra «física», yo por mi parte el año pasado para comprarme mi billete de interrail tuve que ir a dos oficinas distintas de RENFE, una en cada puñetera punta de Madrid y en cada una de ellas me dijeron algo distinto a lo que me habían dicho en la otra. Ayer Darry y mi menda fuimos a la estación de trenes de Hua Lampong, en Bangkok, a buscar información de trenes para bajar a Krabi, al sur del país. Antes siquiera de acercarnos a las taquillas una chica nos preguntó si podía ayudarnos. Le contamos nuestras dudas y nos mandó solícita al primer piso donde había una oficina en la que nos informarían de todo. La oficina en cuestión era un cubículo de tres metros por uno y medio, bastante desordenado y lleno de archivadores amontonados y papelajos por todos lados, con dos tailandesas mayorcitas contando fajos de billetes, otra tipa sentada tras un escritorio destartalado comiéndose un bocata y una cría de dos años tomándose el desayuno sin dejar de mirar la pantalla de un móvil donde unos dibujitos cantaban canciones en inglés. La tipa del bocata nos preguntó dónde queriamos ir entre bocado y bocado, nos explicó las distintas opciones y cuando nos decidimos por una se puso a expedirnos los billetes utilizando en alguna parte del proceso papel de calco, que yo no veía desde la EGB. Mientras tanto jugaba con la niña y la ayudaba a retener las palabras clave en inglés de la canción. En cinco minutos teníamos los billetes en la mano y una completa descripción de nuestro trayecto. Un viaje de 800 kilometros, doce horas en tren nocturno con literas, de Bangkok a Surat Thani y allí empalmábamos con un bus que en dos horitas nos dejaba en Krabi. El precio, 32 euros por persona. Lo flipamos por enésima vez en este viaje tanto por el servicio como por el precio.
A las seis y media de la tarde cogíamos el tren y os puedo asegurar que la primera vez que mis padres me llevaron de crío al parque de atracciones de Madrid mis sensaciones no tuvieron que ser muy distintas a las que experimenté ayer al poner un pie en el vagón. Creo que ya sabéis, porque soy muy pesado, que me encanta viajar en tren. Pues ya el colmo es hacerlo en un tren nocturno y en un país como Tailandia. Yo había cogido trenes nocturnos en España, el mítico tren Estrella, hace mazo de años, pero aquello solía ser una tortura y lo de ayer fue gloria bendita. En los trenes Estrella las literas estaban dentro de un camarote oscuro de apenas metro y medio de ancho por dos de largo en el que entraban con calzador seis literas, y en el que una vez dentro lo unico que podías hacer era tumbarte en tu litera y confiar en que te llegase el sueño pronto pues no había espacio físico para nada más. Si no querías dormir tenías que vagabundear por los tristes pasillos del tren o ir a la poco cómoda cafetería a inflarte a birras para acelerar el proceso. Cuando Sabina escribió aquello de «….una casa sin ti…es el pasillo de un tren de madrugada…» seguro que estaba pensando en un tren Estrella.
Sin embargo, en los trenes nocturnos Tailandeses se lo montan mejor. Vaya por delante que los trenes son viejecillos, con los baños algo ortopédicos pero limpios y más lentos que el caballo del malo. Pero si no tienes ninguna prisa, te gusta un poquito la aventura y conocer gente, tienes que probarlo sí o sí. De hecho una de las razones primigenias de este viaje fue poder pillar un tren de estos. El tema de las camas está muy bien pensado. Tú vas sentadito en tu asiento, junto a la ventana, frente a otro pasajero, no tienes a nadie al lado, tu sitio es de ventana y pasillo a la vez. Entre las ocho y las nueve de la noche un operario se pasea por el tren convirtiendo esos dos asientos en una litera y sacando del techo otra similar. Esos dos pasajeros tienen una cama para cada uno, con acceso directo al pasillo (el de arriba mediante una firme escalerita), espacio reservado para el mochilón, sábanas y funda de almohada limpias, colchoncillo confortable, manta y una almohada mullida (la de los trenes Estrella era tan finita que doblándola tres veces sobre sí misma conseguías el grosor de un paquete de Winston). Si a mí lo de las literas molonas ya me hacía sentirme como si viajase en el Orient Express hay otros cuantos detallitos que convierten el trayecto en algo que voy a repetir en cuanto pueda. Lo primero, puedes bajar las ventanillas hasta abajo!! ¿Cuánto hace que no viajáis en un tren con la ventanilla bajada y la cabeza fuera con la misma expresión de contento que lleva tu perro cuando hace lo propio? A mí me faltó tiempo para sacar el pescuezo por la ventanilla y disfrutar como un enano de algo que en Europa tenemos prohibido desde hace años. Además durante todo el trayecto van y vienen por el pasillo tipos y tipas vendiéndote agua, refrescos, fruta, chuches, pad thai y arroz con cosas. Vale que en el AVE también te ofrecen tentempies pero ni los precios son los mismos ni los productos tan exóticos. Y lo mejor de todo, especialmente para los que somos algo flipados y peliculeros. Durante el viaje puedes acercarte a las intersecciones de los vagones e ir fumando, o sin fumar, con las puertas de acceso al vagón abiertas y la jungla frente a ti. Puedes sentarte en las escaleritas por las que se sube al vagón y echarte un piti con el mundo pasando a un metro por debajo de ti y el aire acariciándote la sonrisa.
Llevaba toda la vida esperando este tren.
Día 14. Una y no más.
1237 escalones. 1237. Los que te llevan desde el nivel del mar hasta los 287 metros a los que se halla la Cueva del Tigre, una especie de templo al aire libre que hay en Krabi. Así de primeras quizá no parezcan muchos escalones. A mí no me parecían muchos tampoco porque tenía como referencia los 309 escalones que subimos el otro día para acceder a otro templo, el Wat Phra That Doi Suthep (telita con el nombre) en Chiang Mai. Aquellos los subimos en menos de cinco minutos por lo que yo ayer pensé «bueno, lo del otro día más o menos por cuatro…nah, coser y cantar». Pero los de Chiang Mai eran escalones humanos mientras que los del puñetero templo del puto tigre solo son aptos para dioses nórdicos dopados. La cuenta es facil, 287 entre 1237 te sale a veintidós centímetros y pico el escalón pero si tienes en cuenta que los cien o doscientos primeros son normalitos, sin duda para engañar a la gente y que se confien, el resultado es que cada escalón de esta escalera hacia el infierno mide de alto lo mismo que un folio. Para que terminéis de haceros una idea que sepáis que la última planta de la Torre Eiffel está situada a 276 metros de altura. No diréis que no me documento para mis relatos. Imaginad subir la Torre Eiffel y tres plantas más escalón a escalón con el calorazo que pega en Tailandia y una humedad del 90%. Te quieres morir y yo aún no sé como no me dejé la vida allí arriba.
La cosa empezó bien pues nada más llegar a las faldas de ese K2 disfrazado de excursión turística te reciben un montón de monos corriendo entre tus piernas para disfrute de los turistas. Yo, como supongo que la mayoria de vosotros, solo he visto monos en el circo, en el zoo y en la puerta de alguna discoteca, así que más contento que unas pascuas saqué presto el móvil y grabé un vídeo para mis sobrinas. Cada vez que veo algo así de peculiar, y en este viaje no paro de ver cosas que nunca había visto antes, les grabo un video a Irene y Ana para dármelas de tío guay y viajero. Todavía no se pueden creer que me comiese esas larvas el otro día por mucho que lo hayan visto en vídeo así que me veo a la vuelta buscando lombrices en el huerto de mis padres y comiéndome alguna entre arcadas para demostrarles en persona lo intrépido que es su titi.
Dejamos a los monos a su bola robándoles la comida a los turistas y nos emprendimos la busqueda de la Cueva del Tigre. Como he dicho antes los primeros tramos de escalera inducían al engaño y la cosa parecía pan comido. Hasta que la siempre positiva Darry pronunció las palabras mágicas. «Menos mal que los escalones son cómodos». No había terminado de pronunciar la última sílaba cuando nos encontramos una pared vertical con forma de escalera. Ahí sentí la primera punzada de arrepentimiento por haberme embarcado en tal odisea acompañada de un repentino y total desinterés por visitar lo que fuera que hubiese en la cima. Pero, al igual que uno hace con las relaciones tóxicas, la idea de que quizá la cosas cambiasen si persistia en en el empeño me hizo seguir hacia delante. Y efectivamente las cosas cambiaron, a peor, como en las citadas relaciones. Cada tramo de escaleras era mas empinado que el anterior y en los descansillos entre tramos nos agolpabamos los sudorosos turistas tratando de recobrar el aliento sin conseguirlo. Para hacer más llevadero el calvario algún hijo de la grandisima puta había tenido la genial idea de escribir en letras rojas sobre la barandilla el número de escalón en el que se hallaba en ese momento tu alma en pena. A la altura del escalón número quinientos yo había maldecido mi vida el mismo número de veces y a la altura del número mil solo podía pensar en los difuntos del malnacido que edificó un templo donde no suben ni los monos. Esto es verídico, más alla de los primeros metros de ascensión ya no veías ni un macaco, porque ellos no son gilipollas y nosotros sí.
Pensaréis que exagero si digo que en más de un momento temí que me diese un jare allí mismo pero más tarde Darry me confesó, cuando pudo recuperar el habla, que ella también había visto sobrevolar bien cerca a la Parca, en forma de infarto de miocardio. Con la cantidad de pitis que nos hemos fumado estos días acompañando a las Chang no teníamos el chichi para farolillos y meternos en semejante embolao alpino había sido sin duda una insensatez. Pero ya estábamos casi arriba así que adelantando turistas asmáticos conseguimos por fin llegar a la puta cima del peñasco. Allí nos encontramos una gran terraza, con unas vistas de la ostia la verdad, no podía ser menos estando tan alto joder, y una estatua de Buda muy grande y muy bonita pero exactamente igual a las que hemos visto a nivel del mar. Después de unos treinta o cuarenta minutos de ascensión estuvimos media horita allí arriba volviendo a la vida, disfrutando de las vistas y haciéndonos las consabidas fotitos. La bajada fue menos fatigosa que la subida pero más acongojante pues dada la pendiente tenías que bajar muy despacito y agarrado a la barandilla como una vieja. Yo iba tan pletórico por la hazaña conseguida que me entretuve en decirles sonriendo a algunos de los que subían, todos ellos con la mirada de las mil leguas, que realmente lo de arriba no era tan bonito. Casi todos se reían pero alguno me miró con cara de «no te empujo por la barandilla porque no tengo fuerzas cabrón».
Día 15. La Playa.
Teníamos tantas ganas de ver el mar y tan poca idea de dónde estábamos que cuatro paradas antes de la nuestra cogimos las mochilas y corrimos hacia la puerta del autobús. Menos mal que el conductor, en un correcto tailandés, nos dijo «¿óndee vaais cheecos?». Nos volvimos a sentar pero repetimos la misma ansiosa operación otras dos veces. A mí ya me daba vergüenza mirar al resto de pasajeros por si notaba cierto pitorreo en sus caras. Finalmente el conductor nos hizo una seña algo condescendiente y bajamos del bus. Y ahí delante lo teníamos. El mar de Tailandia. Acompañado de una chicharra de tres pares de pelotas. Qué duro se me va a hacer volver a España y tener que ponerme el abrigo.
Tardamos cero coma en pillar un tuktuk, llegar al hotelillo, dejar las mochilas y salir pitando con el bañador, la toalla y las chanclas a mojarnos el culo. Nos costó encontrar una sombrita donde protegernos de Lorenzo pues estaban muy demándadas y los únicos bañistas que se atrevían a tumbarse a pleno sol eran, o bien profesionales del bronceado, cuyo único fin en las vacaciones es volver de ellas dando envidia con su tono de piel, o bien insensatos que hoy se deben haber pasado el día rebozados en Aftersun o en urgencias. Finalmente decidimos que primero nos metíamos al agua, dejando nuestras cosas bien cerca de la orilla y a la vista, pues el prejuicio occidental tarda en pasarse, y que ya luego si eso buscábamos un buen sitio donde asentarnos. Darse un bañito siempre mola pero si encima es en una playa de Tailandia, con peñascos selváticos a la vista en cualquier dirección y un agua clarita y tibia el gustazo es indescriptible. Sí, ya sé que muchos sois de los de «el Mediterraneo es un charco de pis y como el agua fría del Atlántico no hay nada y blablabla…». Pues qué queréis, yo prefiero no meterme en el agua dando grititos de julay y mirando mal a los niños que me salpican. Después de chapotear en el agua sin parar de pensar «estoy en una playa de Tailandia, estoy en una playa de Tailandia» dedicamos el resto del día a quemarnos bajo el sol (rebozado en Aftersun estoy mientras escribo esto), pasear por la playa viendo como los monos robaban comida a los bañistas descuidados como haría el oso Yogui, fliparlo con una puesta de sol a la que acudíamos los guiris como polillas a una bombilla y hacer planes para hoy.
Ya nos habían advertido sabiamente algunos amigos que si queríamos contratar alguna excursión a las islas preguntásemos en varias agencias pues por la misma excursión los precios variaban mucho de una a otra. Y qué razón tenían. Nosotros queríamos empezar a lo grande e ir hoy a las islas Phi Phi (no suena mal eh?) pero nuestro presupuesto es muy limitado. En algunás agencias nos pedían 3000 baths (78€+-) y al final la sacamos por 1300 baths (34€+-). Después de preguntar mil veces en la agencia si por ese precio no teníamos que ir remando hasta las islas o verlas por un catalejo nos decidimos y soltamos la pasta. Ese módico precio incluía:
Transporte desdel el hotel al barco y viceversa.
Viajecito a las islas en speedboat. El barco iba repletito pero hemos tenido la suerte de embarcar de los primeros y poder pillar sitio en la proa, que es descubierta y vas como un señor, con la espuma del mar salpicandote la cara y vistas preciosas durante todo el trayecto.
Parada en Bamboo Island, que viene a ser la playa que te imaginas en tus mejores sueños cuando piensas en Tailandia. Arena blanca, agua cristalina de un azul turquesa y la selva a diez metros de la orilla.
Visita a Pileh Bay, una laguna esmeralda metida entre peñascos altos como su puta madre y cubiertos de vegetación. Aquí también hemos visto la Viking Cave, una cueva donde solían parar los piratas, aunque ahí si que no hemos podido parar porque el capitán nos ha contado una milonga como excusa.
Parada en Phi Phi Don para comer por la jeta en un buffet y relajarnos un rato.
Parada en Maya Bay. No nos lo podíamos perder. Casi todos habéis esta playa aunque no lo sepáis. Aquí se rodó parte de «La Playa» la película de Leonardo Di Caprio. En la película aquí solo aparecían el amigo Leonardo y un puñado de hippies pero hoy estábamos unos pocos más allí. Como eso ya lo sabíamos íbamos preparados para lo peor y, aunque la llegada ha sido un poco bluf por la cantidad de barcos y turistas, el sitio es tan impresionante, de nuevo aguas turquesas rodeadas de formaciones calizas frondosas, que era facil abstraerse de la gente y sentirse un tío muy afortunado haciendo el muerto en el agua rodeado de tanta belleza. Al dejar esta maravilla atrás el capitán de nuestro barco no paraba de repetir «esto es Maya Bay después de la película, imaginad cómo era antes».
Parada en Monkey Bay para hacer snorkel o ver monos. Nos hemos decidido por el tubo y las gafas pues ya hemos visto bastantes monos (mañana hablaremos del snorkel).
Y para finalizar otra paradita en Lohsamah Bay (creo que se llamaba así pero no estoy seguro y he perdido el folleto) para volver a hacer snorkel ahora no tan cerca de la orilla.
En total siete horas y media disfrutando de lo lindo por 34 pavetes.
La guinda a este día estupendo la ha puesto el cielo al decidirse a llover cuando volviamos a la costa de Ao Nang. Nuestro lugar en la proa ya no parecía el mejor sitio del barco y casi todos los que estábamos ahí inteligentemente se han guarecido dentro. Pero como yo tenía que hacerme el machote no me he movido de mi sitio y junto a un australiano, su hija y una californiana hemos capeado el temporal. Y rodeado de esos parajes llenos de islotes y con mis gafas de sol puestas (porque las gotas hacían pupa) me he sentido el puto John Silver a bordo de la «Hispaniola».
Día 16. Snorkel.
Me da miedo el mar. Bueno, el mar no. Me dan miedo las profundidades. Por mucho que sea el hogar de Bob Esponja y la Sirenita hay otro bichejo ahí abajo que me aterra. El tiburón blanco. A la vez siento una especie de atracción por dicho animal pero no me hace gracia que me devore o me desmiembre. Aunque no le haría falta ni atacarme porque como alguna vez me encuentre un jaquetón blanco de frente fijo que me da un parraque y el pobre se va a tener que conformar con comerse mi cadáver. Ya sé que esto no es Australia ni Sudáfrica, donde como te equivoques de playa o te descuides un poco con la tabla de surf lo mismo sales del agua pesando unos kilos menos. Pero si incluso en mi Tarragona adoptiva alguna vez, muy muy de vez en cuando por suerte, lees en algún periódico noticias sobre el avistamiento o captura de algún tiburón yo tengo la sensación de que en cualquier parte existe la pequeña probabilidad de llevarte el susto de tu vida o acabar tus días en el estómago de un escualo. En las últimas Navidades escuché en la radio a un experto en estadística que para demostrar lo tonto que era jugar al Gordo de la lotería ponía como ejemplo que hay más probabilidades de morir por un ataque de tiburón que de que te toque la lotería. Puto tío listo metemiedos. A mí no se me pasaron las ganas de comprar lotería porque de hecho la compro sin ganas y mi única motivación para hacerlo es la envidia cochina futura. Claro que quiero que me toque pero por encima de eso lo que no quiero es que les toque a todos los del curro menos a mí. O sea, que solo compro la del trabajo y no por la posibilidad de enriquecerme sino por no amargarme la existencia si toca y soy el único tolay que no llevaba un décimo. Por ello las palabras de aquel estadístico cenizo no afectaron a mi interés por comprar lotería sino que agravaron mis temores respecto a los tiburones. Yo todo este tiempo pensando que me podía tocar el Gordo llevando solo dos décimos y resulta que sin saberlo tengo más papeletas para que me devore un tiburón.
Debido a este miedo ignorante, cerril y exagerado, pero probable estadísticamente y real teniendo en cuenta que el mar no tiene puertas y que al igual que pasa con los humanos también habrá tiburones blancos despistados que acaben perdidos en aguas donde no se les espera, yo no soy muy amante ni de meterme muy a lo hondo en la playa ni mucho menos sumergirme a bucear en las profundidades. Sé que me pierdo cosas muy chulas pero cada uno tiene los miedos que le tocan y no cambiaba los míos por algunos otros que veo por ahí.
Por todo ello antes de venir a Tailandia proclamé a los cuatro vientos que en estos mares lejanos y tropicales no pensaba meter mi culo más allá de donde chapotean los niños en la playa y que si ya hablábamos de hacer snorkel o alguna inmersión mejor que se lo propusieran a Rita la Cantaora. Pero una cosa es decirlo en el bar de tu pueblo con dos cañas de más y otra obrar en consecuencia cuando tienes la oportunidad, como ayer, de tirarte al mar con unas gafas y un tubo en un entorno paradisiaco con aguas azules y cristalinas llenas de pececitos de colores. Así, intentando recordar algunas de esas frases motivantes del Facebook, tipo «la única manera de vencer tus miedos es enfrentarte a ellos» agarré las gafas y el tubo y me ajusté el chaleco. Oigo desde aquí reírse a mis amigos submarinistas al leer que me puse un chaleco para hacer snorkel. Entiendo vuestro cachondeito pero lo hice por varias razones:
Porque se lo puso todo el mundo y allá donde fueres haz lo que vieres.
Porque con el chaleco no gasto fuerzas manteniéndome a flote y puedo dedicarme a contemplar el fondo sin tener que chapotear como un manatí para no hundirme.
Porque en caso de encontrarme con el gran tiburón blanco quizá con la primera dentellada solo me arrancase el chaleco y me diese unos segundos de ventaja para salir nadando hacía el barco a una velocidad que riete tú de Michael Phelps.
Pero también os digo que si llego a saber ciertos aspectos que conlleva el ponerse dicho chalequito no me lo hubiera puesto. Yo no contaba con que aparte de los tres cierres delanteros también has de ajustarte unas tiras de nylon que te cuelgan a la espalda y que te has de pasar por debajo de la entrepierna y engancharte en la parte delantera. Supuestamente esto sirve para que el chaleco no se te suba para arriba cuando estés en el agua. Pero yo no sé si a mí me lo dieron de niño o el mío tenía algún empalme y dichas tiras eran más cortas de lo normal o yo qué sé, pero la cosa es que para conseguir que me llegase a enganchar delante tenía que tirar muchísimo de ellas hacia arriba con el consiguiente peligro de castración. El chaleco no se te subirá en el agua no, pero con eso tan tirante lo que se me subían eran las pelotas al ombligo. Esta tensión y roce mayúsculos eran lo que le faltaba a mi perineo, que como sabéis lleva algo escocidillo unos días de tanto caminar. Era como llevar un tanga que te queda muy muy pequeño y te aprieta pero tejido con cuerda de cáñamo. Dejando de lado el plano físico y pasando al plano estético, llevando esas tiras tan tensas rodeándome la huevada me tocó pasearme por toda la cubierta marcando paquete como José Tomás. No veía el momento de tirarme al agua y aliviar mis penas. Creo que eso fue lo que me decidió por fin a saltar del barco. La cosa no mejoró mucho una vez en el agua pero al menos nadie me veía luchar contra mi entrepierna. Bueno, nadie tampoco. Mientras buceaba entre cientos de peces de colores aún con una mano tratando de acomodarme las bolas me pareció escuchar ahí abajo una risa. Conocida. Me giré y era Darry que con la cabeza dentro del agua y a través del tubo se estaba partiendo el culo al ver mis apreturas, nunca mejor dicho. Me dijo después que era facil reconocerme bajo el agua porque era el único que buceaba con una mano en el paquete. Finalmente conseguí un modo de aliviar el proceso de castración levantando un poco una pierna y tirando de las cuerdas de nylon hacia un lado de manera que me cruzaban el muslo y todo un carrillo del culo y al menos no ejercían tal presión sobre mis partes más delicadas.
Liberado ya de mi tormento pude disfrutar por fin del fondo marino rocoso y aunque había rincones oscuros donde no me atrevía a acercarme reconozco que la cosa me gustó bastante y me picaba a mí mismo intentando investigar cada vez un poco más lejos. Eso sí, teniendo siempre cuidado de no ser yo el tío más alejado de barco y procurando que hubiese alguien entre un servidor y las aguas abiertas. Si aparecía el tiburón blanco que se entretuviese devorando a ese incauto mientras yo tomaba las de Villadiego. Tampoco podía dejar de pensar en el pequeño corte en un tobillo que se había hecho Darry unas horas antes en Bamboo Island. El corte era muy leve y apenas sangraba pero yo no me quitaba de la cabeza aquello de que los tiburones pueden oler una gota de sangre a kilómetros de distancia.
Día 17. El dolce far niente.
Ayer no hicimos nada. Qué gustazo. Estábamos aún hechos polvo tras nuestra travesía por las islas Phi Phi y decidímos que no era mal plan tumbarnos a la bartola en la playa a ver la vida pasar. Embadurnados en crema, eso sí, porque madre mía como estamos. Tenemos el tono de piel de Patricio, el colega de Bob Esponja y mis pies y pantorrillas están a dos rayos de sol de la quemadura de primer grado. Yo nunca he sido mucho de ponerme protector, soy así de listo, pero aquí esa tontería se te pasa rápido, para ir a la playa o te pones crema cada hora o te compras un burka.
Como nos fuimos prontito a la playa conseguimos una buena sombra bajo un banano, o lo que sean estos arboles con hojas enormes, y nos dedicamos yo a tocarme los huevos y Darry los ovarios. Todo ello aderezado con remojones en el mar, paseitos a por batidos, granizados, comida, cervecitas (aunque estas dos últimas cosas no tienes que ir a por ellas porque cada treinta segundos pasan tipos y tipas con neveras repletas de hielo y latas heladas o cositas variadas para comer, el mejor uno que va cargado el pobre con una especie de parrilla portatil donde te hace en tres minutos panochas de maíz a la barbacoa), siestecitas y más remojones. Para acabar la jornada y viendo que se aproximaba otro atardecer molón nos pedimos un coctel de mango con ron y nos lo tomamos en la arena disfrutando de las vistas, dando por aprovechado el día.
Otra cosita curiosa que nos pasó fue que a la vuelta de la playa, cuando paramos en un garito a bebernos una Chang para no perder la costumbre, uno de los camareros, o quizá el encargado, al verme escribir durante un rato en el móvil se me acercó y me dijo con gestos y en un ingles macarrónico que si estaba escribiendo de su bar. Le dije que no, que estaba contando nuestro viaje a lo que me contestó que si escribía de su bar nos invitaba a las cervezas. Yo no sabía cuando iba a poder meter con calzador en mis historias lo bien y barato que se come en el Maharaja de Ao Nang por lo que le intenté sacar también una cena al tipo y le enseñé por encima todas mis publicaciones del Facebook. El tipo sonrió y me dijo que sólo podía «pagar» con cervezas y no con comidas o cenas y que no me estaba hablando del Facebook. Me señaló un cartel de «Tripadvisor» pegado en la pared. Tonto de mí. Me dijo también que confiaba en que yo lo haría y que me invitaba a las que nos acabábamos de tomar pero me negué y pagamos, diciéndole que volveríamos. Hoy hemos pasado de nuevo por ahí y utilizando su wifi he escrito un «comentario» en Tripadvisor en el que pongo su bar como el mejor del pueblo y a él como el mejor camarero que nunca he conocido, se lo he enseñado y nos ha invitado a una Chang de las grandes bien fría. Más que la birra en sí ha sido con la sonrisa y el apretón de manos con el que nos ha despedido con el que me he sentido pagado.
Saco dos conclusiones de esto. Que ya sabes porque no te puedes fiar de los «comentarios» de clientes de hoteles, restaurantes y demás. Aunque antes de escribirlo he mirado el resto de comentarios y todas eran muy positivos, de no haber sido así no lo habría hecho, por lo menos no solo por unas cervezas. La otra conclusión es que este episodio me ha hecho descubrir no ya un modelo de negocio o modo de vida pero sí un método de supervivencia estando de viaje. Es la primera vez que me vendo de esta manera por unas birras pero me da que no va a ser la última.