Yo tenía un dron

Qué felices me las prometía yo mientras seguía con la mirada como el dron volaba cada vez más alto y más lejos.  Por fin estaba disfrutando con el juguetito tras unos primeros vuelos algo patéticos. El vuelo inaugural no fue digno ni siquiera de ese nombre pues consistió en unos cuantos intentos de despegue algo caguetas por mi parte en forma de saltos de la rana que no consiguieron sobrepasar el metro y medio de altura. Avergonzado por mi poco valor y pericia al día siguiente decidí ofrecer la mejor versión de mí mismo. Enchufé el bicho y aguantando la respiración le di a la palanca del mando hasta arriba sin miramientos. El aparato salió zumbando hacia el cielo a tal velocidad que la mejor versión de mí mismo se cagó un poco y bajé otra vez la palanca de golpe consiguiendo que el dron describiese una parábola perfecta que lo llevó de vuelta contra el asfalto a velocidad creciente. Los destrozos en la estructura de la nave y en mi orgullo como piloto fueron cuantiosos y me fui a casa por donde había venido.

Pero hoy, al tercer día, en la playa, he conseguido despegarlo sin sobresaltos y después de unos vuelos renqueantes ahora he tomado el control y consigo que el dron suba y suba mientras lo hago girar a voluntad. Ha sido buena idea venir a la playa a volarlo. Hay más espacio que en el parking de Pachá donde lo estrellé ayer y además el sol mañanero tiñe todo de una épica que viene muy bien para intentar olvidar que tienes casi cuarenta años y has madrugado en tu día libre para hacer el moñas con un juguetito en la playa.

No sé cuando me he dado cuenta de lo que estaba pasando, solo sé que ha sido demasiado tarde. Todo ha ocurrido muy deprisa. Un movimiento del dedo sobre la palanca, una falta de respuesta del aparato, un negro presagio cobrando forma. Por haberme flipado tanto volándolo el bicho se ha ido tan lejos que ha escapado a mi control y ahora está a merced del viento. Cagadón. Y no puedo seguirlo como un tolay esperando a que se le acabe la batería para recuperar lo que quede tras el leñazo contra el suelo porque la playa lo que tiene es que hay mar y el hijo de puta del viento sopla justo en esa dirección. El emoticono ese de wassap que muestra un fajo de billetes con alas cruza volando con parsimonia por mi mente. Intento mantener la calma y trato recuperar el control de la nave con una experta maniobra consistente en zarandear el mando de control con brusquedad y darle a la palanca arriba y abajo como un mono loco chillando “vuelve vuelve vuelveeeee”.

No ha vuelto. Y mira que he esperado un buen rato por si se daba un milagro de la física climatológica y una racha de viento me lo devolvía. Pero no. No ha habido suerte. Bueno, la ha habido, pero de la de siempre, de la mala. Como la tipa esa de la canción de Maná me he quedado una eternidad mirando el mar con la vista fija en el punto exacto en el que había dejado de verlo. No quería asumir la pérdida y he seguido manteniendo el mando encendido un buen rato como último punto de contacto vital con el aparato.  No quería aceptar el hecho de que mi juguetito acababa de desaparecer para siempre delante de mis ojos. Ya no era mi dron, ahora era mi primer dron. Apagar el mando y darle la espalda al mar, asumiendo que acababa de perder el dron y que sigo siendo un melón, me ha retrotraído a mi infancia y al sentimiento de desamparo que viví la primera vez que se me coló una pelota tras una tapia y me quedé sin pelota como me quedé sin abuela. Eso hablando con el corazón. Hablando con el bolsillo duele lo mismo o más. El puto dron me había costado cien eurazos. El fajo con alas emite un graznido desde alguna oscura parte de mi cerebro.

Dime algo, que me hace ilusión

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