Ayer me enamoré un rato en el tren. Luego se me pasó. Como siempre. Como a todos. La cosa empezó como suelen empezar estas historias, algunas miraditas de soslayo que se transformaron poco a poco en miradas cómplices y éstas a su vez dieron paso a las tímidas sonrisas. Y después ya empezamos directamente a hacer el tonto. Durante un par de horas fuimos felices y nos entretuvimos el uno al otro. Ella en el asiento de delante y yo en el mío. Si el otro día sufrí a Torrebrunen y su brasa camino de Berlín ayer camino de Munich me tocó a mi hacer de Torrebruno. No por lo cansino sino por lo payaso. En la mejor acepción de la palabra. Y no lo tuve que hacer mal del todo a juzgar por sus caras. Nos hicimos muecas, le saqué un montón de fotos y nos reímos con juegos inventados. Todo ello sin cruzar ni una palabra. Jugando a una especie de escondite sin movernos del asiento (el “cu tras” de toda la vida) y estando yo con las manos tapándome la cara, al apartarlas y abrir los ojos no vi a la niña sino la jeta de un revisor alemán mirándome con cara de “de verdad pensabas que no te iba a ver ni pedir el billete si te tapabas la cara con las manos?” mientras desde el asiento de delante me llegaban las risas de la jodía de la niña. Llegamos Munich y lo nuestro se acabó. De todos los momentos en Alemania en los que he echado de menos no saber nada de alemán probablemente el de ayer fue el que peor me supo. No pude preguntarle cómo se llamaba.
Siempre me había dado envidia esa gente que veía en las estaciones de tren cargados con una mochila monumental, cara de agotados y la ropa más arrugada que un higo. Pues bien, sueño cumplido, mi ropa ya está también más arrugada que un higo. No me tachéis de guarro, no llevo todos los días con la misma ropa, tengo ropa de sobra (bueno, de sobra de sobra a lo mejor tampoco) pero cualquier cosa que sale de esa mochila es un gurruño irreconocible. Tienes que descomprimirlo para saber si es un jersey, un calcetín o un higo de verdad. Lo bueno de esto es que el aumento de “gurruñez” en tu ropa es inversamente proporcional al número de yonkis que se te acercan a darte la barrila en las estaciones. Al principio del viaje se me acercaban todos los que podían, era como un imán para los desfavorecidos, mientras que ahora ni se molestan en acercarse y me miran como a un igual.
Por culpa de un tren fantasma que cuando planeé un poco la ruta antes del viaje aparecía en los horarios pero que ahora ha desaparecido he tenido que improvisar y voy a terminar conociendo Frankfurt también. Exactamente lo voy a conocer durante siete horas. Eso sí, las mejores para hacer turismo. De once de la noche a seis de la mañana. Un ambientazo loco me voy a encontrar. Y por no pasarme esas horas dormitando en un banco de la estación con un ojo abierto he tenido que reservar otro hotelazo de urgencia esta mañana. No me voy a dejar ninguna litera de Europa sin visitar. A este paso sí que voy a terminar escribiendo el libro. Lo titularé “Conoce Europa a través de sus ácaros”
Esto se acaba y allí a lo lejos ya puedo verlo. Se acerca despacito pero con paso firme. En nada ya lo tendré encima. El bajón.