Cadaqués no es el pueblo que más me gusta del mundo porque todavía no los he visto todos y porque el pueblo que más me gusta del mundo es Ciempozuelos. El mío. Allí jugué a las chapas de pequeño y fumé de mozo. Allí me dieron mi primera colleja y mi primer beso. Ahora que vivimos sumergidos en este asunto identitario tan mediático quiero aportar mi innecesario grano de arena y decir que para empezar yo no me siento ni español ni madrileño. Yo sólo me siento de Ciempozuelos. Me alegré cual energúmeno cuando la selección española ganó el Mundial pero si el Ciempozuelos CF jugase el Mundial a mí me gustaría meterle siete a la Roja en la final. Soy ciempozueleño. Por encima de eso sólo me considero si acaso ciudadano de la República, la de STAR WARS, con cierta tendencia al lado oscuro de la barra.
En Ciempozuelos crecí y viví y eso me hace tenerle un afecto especial por encima de todos los demás sitios del mundo, porque allí se me moldeó el coco y eso puede hacerte variar la perspectiva. Mi pueblo es el mejor del mundo para mí pero ojo, no estoy orgulloso por ser de Ciempozuelos. Como no lo estaría por ser de Nueva York o de Vic. Nacer en un sitio o en otro no depende de nosotros y generar de ello un orgullo es algo que yo al menos no entiendo. Estar orgulloso de haber nacido en determinado sitio es como estarlo por ser rubio. Uno está orgulloso cuando ha conseguido algo a base de esfuerzo. Conseguir algún reto personal te da ese orgullo interior de satisfacción. Pero a mí (atención, modo berenjenal activado) ese orgullo de pertenencia a algún sitio en concreto me parece un orgullo “hacia fuera”, un posicionamiento de uno frente al resto, por lo tanto excluyente, que no suma sino resta. Una forma de pensar que a mi juicio olvida que todos provenimos del mismo mono. Puedes sentirte afortunado por haber nacido en el reino de tus sueños pero no orgulloso. No se trata de orgullo. Aquí lo que te toca la patata son los vínculos que has creado y que sientes con un sitio desde tu infancia o los que estás creando desde que un buen día llegaste. Esos vínculos que te hacen sentir en tu casa. Eso es amor por tu tierra y no lo que te cuentan en la tele. Ser capaz de crear y sentir esos vínculos es algo de lo que sí hay que estar orgulloso.
Si alguien ha visto en todo lo anterior una crítica a cierto nacionalismo se equivoca. Yo odio a todo el mundo por igual. A los del “espanya ens roba”, a los del “a por ellos” y a los que llevan las parkas esas de Noruega acompañándolas con pantalones arremangados y los tobillos al aire.
Dicho ya en esta escueta introducción que el pueblo que más me gusta del mundo es el mío ahora ya puedo decir que probablemente Cadaqués es el segundo pueblo que más me gusta del mundo. Es uno de esos sitios en los que al rato de llegar allí por primera vez te descubres planteándote cómo sería vivir en ese sitio una larga temporada y de qué manera te lo podrias montar para conseguirlo. A mí me ha pasado con Londres, con Granada, con Hong Kong (mucha culpa de esto la tienen Miguelín y Sebas que por allí andan) y con casi cada puto rincón de Tailandia.
Si hubiese una escala del uno al diez de sitios para vivir, donde el diez fuese el Paraíso Bíblico y el uno fuese Marina d’Or, a mí Cadaqués me saca un 8’75. No me llega al diez porque sólo tengo dos riñones y con lo que me clavan en Cadaqués por una ración de anchoas de L’Escala (llámalo ración llámalo seis putas anchoas) en Tailandia reservas una habitación, cenas y todavía te queda para tres o cuatro Changs de las grandes.
Si la primera vez que vas a Cadaqués en coche no te has documentado mucho sobre la ruta es muy probable que pienses que te has perdido. Esa última carreterita estrecha que serpentea montaña arriba y abajo no puede llevar hasta el bonito pueblo del que tanto te han hablado. Yo esta vez ya iba sobre aviso pero en mi primera escapada a Cadaqués pensé que me había pasado algún desvío y que iba a terminar cruzando la frontera con Francia por un camino como los contrabandistas. Pero no, ahí al otro lado, detrás de la montaña, como un pegote de oleo blanco entre el azul del mar y el verde de la montaña, está Cadaqués.
No voy a recrearme más en lo bonito que es el pueblo porque bastante cursi me ha quedado ya la última frase del párrafo anterior y como una imagen vale más que mil palabras ahí al ladito tenéis el Google. Sí voy a detenerme un momento en lo pintorescos que son algunos de los habitantes del lugar. Aquí los ancianos pescadores tienen todos cara de lobos de mar y los bohemios son auténticos dandis algo desarrapados cuyos descoloridos trajes sin duda vivieron épocas mejores. En este pueblo también hay más hippies que en Woodstock y son de dos tipos, el tipo “pies negros” o hippie arrastrao y el tipo “hipiji” o hippie ibicenco de postal. Aunque quizá los habitantes más característicos de este pueblo sean los cientos de gatos callejeros gordos como Garfield que encuentras repanchingados en cualquier rincón de sus estrechas callejuelas.
Ir a Cadaqués siempre es un acierto. Cada vez que voy me gusta más. Esta última visita ha sido la mejor de todas y no sabría decir por qué. Bueno, qué cojones, claro que lo sé. Ha sido por la compañía. Sí, tú.