Anatomía de Julián

Sabido es que hay que tener cuidadito con lo que uno desea porque el destino es un cachondo y no pierde ocasión para echarse unas risas cumpliendo nuestros deseos. Yo llevaba días quejándome por tener que currar el día de mi cumple. En los últimos años siempre había tenido la suerte de poder librar en día tan señalado pero este año no había sonado la flauta y me tocaba pringar. Pero sabido es también que un padre haría cualquier cosa por sus hijos y como el mío, que lo tengo aquí de veraneo, sabía de mi disgusto ante un problema tan gravísimo como trabajar en mi cumple decidió ponerle remedio al asunto y darme a la vez una lección de lo que de verdad son problemas importantes. Cuando a la 01:35 de la madrugada del esperado 8 de julio llegué a casa después de currar tuve que salir escopetado a urgencias con mi madre, mi padre y sus 39 grados de fiebre. Está visto que yo la noche o la víspera de mi cumple me las tengo que pasar en vela, ya sea ebrio y dando saltos como pollo sin cabeza ya sea sentado en una sala de espera con las entrañas encogidas.

Os voy a ahorrar todos los detalles clínicos resumiéndolos en que mi padre desde hace años tiene lupus, una enfermedad autoinmune que te deja con menos defensas que el poblado de los pitufos. Cualquier cosita se le puede complicar, en este caso una infección de orina por la que terminaron ingresándolo a las nueve de la mañana y a mí entre el sueño y la preocupación se me pasó la gilipollez cumpleañera en cero coma.

En semejante brete se me hizo raro y a veces algo durillo responder a las felicitaciones y muestras de cariño que recibí durante todo el día pues sólo a unos pocos de vosotros os confesé que no estaba para muchas celebraciones.  Pero aunque se me hiciese cuesta arriba recibir y mandar emoticonos alegres fueron esas muestras de cariño las que me sacaron un poco del mal rollo hospitalario. Entre que mi padre se había estabilizado y tenía mejor cara y que vosotros sois un amor al final el día se asemejó todo lo que pudo a un cumpleaños. La guinda del pastel la puso la loca testaruda que pasándose por el arco del triunfo todas mis negativas se presentó en la puerta del hospital para raptarme un rato, llevarme frente al mar y ponerme los pelos de punta al sacar un bollito con velas. Cuando me escuchéis quejarme de mi vida dadme un collejón por favor.

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Mi padre a los dos días de estar ingresado ya me pedía que le comprase el “As”, síntoma inequívoco de que todo había vuelto más o menos a la normalidad, pero entre pruebas y resultados de las mismas hemos estado una semanita en el hospital. Todo aquel que haya pasado noches en un hospital acompañando a algún ser querido sabe que el mejor sitio para dormir a pierna suelta no es. No ya por lo que cuesta dormirse en un sillón sin estar borracho sino porque cada cuatro putos minutos algo te desvela. Te despierta tu padre cuando va a mear y también despierta a su compañero de habitación el cual espera a que tú estés cogiendo de nuevo el sueño para decidirse a levantarse e ir a su vez al baño. Cuando al rato el tipo sale del váter despertándote otra vez te das cuenta de que tú también te estás meando. Tropezando con el mobiliario te acercas al baño, meas y te vuelves a tumbar, es un decir, creyendo que ahora sí. Pero ahora tampoco. Ahora ronca tu padre, ahora ronca el otro, ahora roncas tú y despiertas a la esposa del compi que también se levanta a mear tropezando y despertándonos a todos, ahora suena una ambulancia, ahora un timbre, ahora viene la enfermera a ponerle el antibiótico a tu padre y un rato después a cambiarle el suero al compi. Solo faltaba un vecino con un taladro. Esta secuencia se repite varias veces cada noche y por la mañana tienes más sueño que un perro chiquitito y unas ojeras que ni Benicio del Toro.

Los hospitales no molan ni un cachito y es un lugar que todos deseamos evitar a excepción de las parturientas. Pero es curioso cómo uno se familiariza con ese entorno en un par de días y un sitio en el nunca habías puesto un pie se convierte en tu segunda casa echando ostias. Pronto te acostumbras a los paseitos de una punta a otra del pasillo, a las caras del resto de pacientes y familiares de ese pasillo, al café mañanero de máquina, a subir raudo al baño de la quinta planta después del café ya que está menos concurrido que el de la cuarta, a las escapadas a la calle para echarte un piti y darle otro a un yonki, a la enfermera simpatica, a la borde y a la guapa… Y aunque parezca increíble también te acostumbras al olor a hospital. Ese aroma a fluidos orgánicos y químicos con un toque amargo de angustia deja de ser percibido por tu pituitaria al segundo día, en lo que supongo que es una triquiñuela de nuestro cerebro para aliviar en lo posible nuestra estancia en el sanatorio.

La vida tal como la conoces y de la que a veces tanto te quejas puede desaparecer para siempre por una llamada de teléfono, un mensaje, una rutinaria visita al médico, un despiste al volante tuyo o de otro y por un sinfín de nimiedades más.  Puede ocurrir dentro de veinte años o esta misma tarde. Pasado ese punto de no retorno sólo podrás pensar en lo buena que era tu vida y lo tonto que eras tú, porque lo tenías todo y no te dabas cuenta. La buena noticia es que ese punto de no retorno aún no ha llegado y tú todavía estás a tiempo de no ser tan tonto.

 

2 comentarios en “Anatomía de Julián

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