No sé si alguna vez habéis escuchado hablar de Arthur’s Seat, supongo que no, como me pasaba a mí hasta hace unos días, pero os aseguro que ya no me voy a olvidar nunca de ese nombre. Arthur’s Seat es una montañita situada al este de Edimburgo que se eleva doscientos cincuenta metros por encima de la ciudad. No está clara la etimología de dicho nombre pues algunos afirman que proviene de las leyendas artúricas y otros que es una deformación de Archers Seat, el sitio del arquero. Sí, claro que acabo de mirarlo en la wikipedia, ¿qué pasa?
La cosa es que ayer por la mañana, después de patearme a base de bien Leith, el barrio portuario de la ciudad, se me ocurrió hacer tiempo hasta la hora de mi visita al castillo de Edimburgo subiendo a la cima de la montañita en cuestión. Según la wikipedia Arthur’s Seat es muy fácil de escalar. Cierto, porque no hay que escalar propiamente dicho, solo subir andando por un camino. Es como si yo te digo que recorrer andando Asia es fácil. No te estoy engañando, solo tienes que caminar. Lo que no te digo es que vas a tener que caminar durante meses. Y lo que no te dice la wikipedia es que hay una gruesa línea que separa lo “fácil de escalar” de lo “jodidamente difícil de subir andando”. Cuando llegué a las faldas de la loma me encontré con dos caminos, uno poblado por turistas que parecía subir directamente hasta la cima y otro más solitario que se perdía entre los prados de la ladera de la montaña. Yo había ido hasta allí para hacer cima y no para pasearme por un prado así que cogí el primer camino y empecé a subir. A los cien metros ya me había parado dos veces para tomar aliento y quitarme primero el gorro de lana y poco después la braga que llevaba en torno al cuello. A los doscientos metros de ascensión me entró una tos de tuberculoso y me tuve que volver a detener para beber agua y ya de paso plantearme qué sentido tenía lo que estaba haciendo. Hasta una cabra montesa sudaría escabeche para subir esa cuesta empinada como su puta madre y yo no tenía ninguna necesidad de sufrir semejante calvario. Sobre mi hombro derecho mi angelito malo me susurraba al oído que me diese media vuelta y si te he visto no me acuerdo mientras sobre mi hombro izquierdo mi angelito bueno se pitorreaba de mí y mi poco aguante. Agaché la cabeza y tratando de no pensar en nada seguí subiendo. Diez minutos después ya me sobraba hasta el abrigo y mi angelito bueno empezó a sugerirme que le hiciese caso al angelito malo. Pero ya era una cuestión de orgullo así que no me rendí y después de acabarme de un trago el agua que me quedaba decidí dar el último arreón hasta arriba del todo. Gracias a Dios llegado a esta altura la pendiente empezó a suavizarse. Sabiendo que había conseguido doblegar a la montaña sonreí mientras caminaba buscando con la mirada la cima. Pero algo no iba bien. La cuesta se suavizó tanto que llegó un momento en que en vez de subir parecía que estaba bajando de nuevo. Un mal presentimiento empezó a cobrar forma en mi mente. Me paré en seco, me senté sobre una piedra y esperé pacientemente a que pasase alguien que me confirmase mis peores temores. Los turistas no me servían pero no tardó en pasar un tipo con pinta de llevar toda la vida paseando por ahí al que pude preguntar cómo demonios se llegaba hasta arriba. Tras escuchar mi lastimosa pregunta el hombre sonrió socarronamente, como si le hubiesen preguntado dos mil veces lo mismo, y me contestó con un “wrong way lad” que me sentó como un tiro. Que me llamase muchacho me hizo sentir joven pero que me confirmase condescendientemente que me había equivocado de camino hizo que se se me llevasen todos los demonios y ganas me entraron de darle un empujón al tipo y despeñarlo montaña abajo. Pero como el pobre hombre no tenía culpa de que yo sea gilipollas le di amablemente las gracias y emprendí el camino de vuelta sintiéndome el tío más tonto del mundo. Mientras bajaba me crucé con varios turistas que sin duda iban tan perdidos como yo pero que aún no lo sabían y tristemente sonreí para mis adentros dudando entre hacer de buen samaritano y decirles que se habían equivocado de camino o hacer de mí mismo y dejarles que sudasen para nada.
Una vez llegado a la casilla de salida me sorprendí a mí mismo al no plantearme ni por un momento la retirada sino dirigiendo mis pasos hacia el otro camino que había visto y ninguneado un rato antes. ¿Dónde está este orgullo cuando lo necesito para cosas importantes? Media hora después y sudando como un pollo asado llegué por fin a lo alto de Arthur’s Seat. La sensación de haber hecho el canelo al equivocarme de camino se vio atenuada un poco por lo soberbio del panorama que tenía ante mis ojos. Desde ahí arriba se divisaba no solo todo Edimburgo sino también la bahía que lo acoge e incluso, al estar el día despejado, podía verse la lejana Dundee, a setenta millas de donde me hallaba. Obviamente esto me lo chivó una señora que había por allí cerca, porque a mí Dundee solo me sonaba a apellido de chuleta australiano dedicado a la caza de cocodrilos.
¿Qué moraleja sacamos de esta bonita historia? Pues que cuando no tengamos ni puñetera idea de algo lo mejor es preguntar y no ir de valientes para terminar haciendo el tonto. Lo de seguir tu instinto queda muy bien en las películas americanas pero es un concepto tan vacío como ese de “sé tu mismo” que nos venden los libros de autoayuda. ¿Qué es ser uno mismo? ¿Y qué pollas es el instinto?
Jajajaja. Me encanta como lo explicas. Que hartón de reír. Un beso guapo! Cuidate!
Me gustaMe gusta
Qué hartón de sudar el mío!
Me gustaMe gusta
A mí me pasó exactamente lo mismo. Tomamos el wrong way y, cuando vimos que era imposible seguir, bajamos haciendo la croqueta ladera abajo jeje. De todo lo malo se puede sacar algo bueno. A seguir escribiendo, jefe, que ya tienes una seguidora más 😉
Me gustaMe gusta
Un beso paisana!!
Me gustaMe gusta