He acabado en Escocia

Mi compañero de asiento se ha cruzado todo el Canal de la Mancha roncando como una morsa acatarrada. Llevar a los Cure a todo trapo en mis cascos no me ha servido de nada y por encima de la voz de Robert Smith he tenido que soportar la sonata de oboe y trombón de mi vecino. Por una vez me he alegrado de sufrir turbulencias pues ha sido un movimiento brusco del avión el que ha hecho salir de su sopor al Yeti para alborozo de todos los que le rodeábamos.

Aterrizar es lo segundo que menos me mola de volar. Lo que menos me mola es despegar. La posibilidad de una castaña quizá sea parecida en ambos sentidos pero cuando bajas hacia el suelo al menos sabes que ya casi está, que si consigues aterrizar estás a salvo. Sin embargo al despegar te la juegas también y además te queda todo el vuelo, quién sabe con cuantas turbulencias, y luego otro momento de tensión al aterrizar.

Mientras por mi cabeza cruzaban estos alegres pensamientos he escuchado como el piloto anunciaba el aterrizaje inminente y me he ajustado el cinturón. ¿Sabéis para qué llevan cinturones los aviones? Yo lo veía una soplapollez hasta que una vez volviendo de Irlanda pillamos unas turbulencias que acojonaron hasta a las azafatas. Aparte del brutal zarandeo que sufría el fuselaje también podías notar con espanto como de vez en cuando el avión, al pillar una bolsa de aire o yo qué sé, caía varios metros antes de volver a estabilizarse. Casi todos los viajeros gritaban pero yo no podía ni gritar porque iba petrificado de miedo clavando las uñas en los brazos del asiento y pensando solo en lo mucho que quiero a mi madre. Todo lo que no estaba sujeto a algo volaba por la cabina y en algunas de esas bruscas pérdidas de altura del avión podías notar durante un instante la gravedad cero y sentir como tu cuerpo tiraba de ti hacia arriba. Y para eso sirve el cinturón. Para evitar que te desnuques dentro del avión si la cosa se pone muy fea.

Ninguna de mis peores profecías se ha cumplido y a la una de la tarde el avión ha aterrizado en suelo escocés. Me costó encontrar destino y después de darle tropecientas vueltas al asunto de dónde demonios largarme unos días cuando acabase la temporada al final he acabado en Edimburgo. Un billete de avión por cincuenta pavos tuvo la culpa. Con el vuelo a ese precio he podido tirar la casa por la ventana y pillar un alojamiento digno y cuqui. Una habitación para mí solito en un Bed & Breakfast que encima se llama Garfield. Del B&B la primera B me la trae un poco al fresco pero el Breakfast lo espero salivando. En Gran Bretaña e Irlanda sí saben cómo desayunar. Vaya por delante que yo nunca desayuno. Apenas un par de cafés solos. A no ser que haya pasado la noche en un hotel o similar con desayuno incluido. En ese caso madrugo para inflarme. Y si el desayuno prometido es un Full Irish or British Breakfast salto de la cama con la sonrisa de un niño el día de Reyes. Pero no adelantemos acontecimientos no vaya a ser que mañana descubra que en el Garfield Guest House sirven los desayunos más mierder al oeste del meridiano de Greenwich.

No tengo muchos planes para mi escapada escocesa. Aparte de lo que todos sabemos, quitarle el polvo a la barra de más de un pub, mi única pretensión es pasear por Edimburgo sin ninguna prisa. Yo ya estuve aquí (atención, nueva batallita a la vista) cuando hace muchos años hice uno de los mejores viajes de mi vida. El trayecto fue Ciempozuelos-Lago Ness-Ciempozuelos. En coche. Con paradas en el Mont Saint Michel, las playas del desembarco de Normandía, Stonehenge, el Bosque de Sherwood y París entre otras. Viajar en avión es rápido y práctico no cabe duda.  Pero viajando a ras de tierra, en tren o autobús, el trayecto forma una parte igual de importante en tu viaje que el destino elegido. Ves más mundo. Y la repanocha es ya cuando el viaje lo haces en tu propio coche. A todo lo chachi piruli que conlleva un gran viaje tienes que sumarle la cojonuda sensación de haber llegado hasta allí tú solito. La felicidad es lo que sientes después de 2.500 kilómetros de carretera al ver un cartel donde pone “Welcome to Scotland”.

Esta vez he tenido que conformarme con recorrer esos 2.500 kilómetros en avión, algo acongojadillo y sentado junto a una morsa de aspecto humano. La buena noticia es que tampoco tengo la agenda tan apretada como la de aquel viaje en coche, que apenas te permitía quedarte más de un día en cada sitio. En Edimburgo solo estuve una tarde y una mañana. Ahora tengo cuatro días por delante para conocer mejor una ciudad de la que la mayoría de gente que la ha visitado lo primero que dicen es que “parece de cuento”.

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