Una de sustos

El doctor Laiseka se sentía como una cría de gacela en un documental de leones. Llegó resollando por el pasillo hasta una sala de espera desierta y después de mirar ansioso en todas direcciones corrió a esconderse tras una columna de hormigón. Jadeaba al borde del ahogo y tenía la cara hinchada y roja como un cantaor. No era cardiólogo pero sabía que el redoble de batería que se estaba marcando su corazón no podía acelerar ni alargarse más. Laiseka se maldijo por no hacer deporte, por fumar, por beber y por los paquetes de seis donuts. Se maldijo por gordo. Por «gordito», como lo llamaba cariñosamente su mujer. Un escalofrío de pánico lo sacudió al pensar en Julia y sus ojos se humedecieron. El miedo a la suerte que ella podía haber corrido lo estaba volviendo loco. Acercó la cabeza hasta el borde de la columna para echar un vistazo al pasillo por el que acababa de llegar y se le tensó hasta el cordón de la gafas. Ahí venía la hija de puta.

El doctor volvió a esconder su cara de espanto tras la columna. Se había equivocado, su ritmo cardiaco si podía acelerarse más. Trató de respirar hondo pero solo consiguió empezar a toser como un tuberculoso. Se tapó la boca con las manos pero demasiado tarde, desde el pasillo llegó un gruñido que parecía responder a su tos. Laiseka volvió a maldecirse, ahora por tonto. No sólo estaba viviendo una peli de miedo sino que encima hacía el papel de gordito torpón que muere pronto por gilipollas. Mientras buscaba con mirada nerviosa las posibles vías de escape sus ojos repararon en un monitor colgado en un esquinazo de la sala. No era momento de ver la tele pero se quedó ensimismado mirando las noticias como si su vida dependiera de ello. La pantalla mostraba imágenes aéreas del Hospital San Judas y en los rótulos sobreimpresos se informaba de la extraña epidemia que había colapsado la noche anterior los servicios de urgencias del hospital. En el último rótulo se comunicaba que las autoridades daban la situación por controlada. “Controlada mis cojones” masculló el doctor entre jadeos. Le habría hecho gracia lo irónico del momento si no estuviese viviendo el peor día de su vida. Y con toda la pinta de ir a ser también el último.

Los veintisiete pacientes que ingresaron anoche en urgencias con cuarenta y dos grados de fiebre y un humor de perros, habían evolucionado regulín durante la noche. La principal preocupación de los doctores era el exagerado aspecto cadavérico de los pacientes. Hasta que estos saltaron de sus camas y empezaron a devorar al personal médico.

Laiseka estaba a esas horas en urgencias pero escapó por los pelos al pillarle el pifostio afeitándose en el baño. Intrigado por lo que parecían ser horripilantes alaridos abrió la puerta del servicio y se encontró con un cuadro del Bosco. Tras unos instantes en shock contemplando el panorama con la boca abierta, el médico se acordó de su mujer, pediatra en ese mismo hospital, y salió pitando en su busca. Pero la cosa no estaba yendo bien y diez minutos después no solo no había encontrado a Julia sino que estaba temblando de miedo tras una columna a puntito de sufrir un infarto. O algo peor.

Un aroma nauseabundo inundó la sala de espera. Laiseka no necesitó asomarse otra vez para saber que la zombi estaba a punto de entrar en escena. Todavía se le hacía un pelín raro llamar zombi a quien hasta hace un rato era Mari Carmen, reputada neumóloga y una tía muy maja. Pero tras ver como Mari Carmen arrancaba con sus uñas rojas postizas los ojos de un celador, el concepto que tenía de la neumóloga había variado sensiblemente y ya no le parecía tan maja. Tampoco se le ocurría mejor apelativo que zombi para alguien que mastica con la boca abierta un par de globos oculares frescos mientras su aspecto se degrada por momentos como Michael Jackson en el video de Thriller. Pero que fuese un zombi, un vampiro o un puto fraggel no importaba ahora. Lo único importante era encontrar a Julia y aquella mamarracha caníbal, mezcla de perro sabueso y grano en el culo, se estaba interponiendo entre él y su esposa. Seguro que Julia estaba bien, era más espabilada que él y no tenía sobrepeso pero y si… No se atrevía ni a pensarlo y apretó los puños en un espasmo de miedo y rabia.

No le quedaban fuerzas, ni aliento, ni tiempo para seguir huyendo de Mari Carmen. Si quería encontrar a Julia tenía que pasar a la acción. No tenía ningún plan porque nadie en su sano juicio tiene un plan para un apocalipsis zombi. Miró a su alrededor buscando inspiración y a falta de otra cosa la encontró en un extintor colgado en una pared a su derecha. No estaba seguro de poder llegar hasta él sin que la Mari Carmen lo enganchase. Porque la neumóloga era tan cansina como los zombis de las películas pero estaba mucho más en forma.

Los mejores planes son los que no planeas y cuando el doctor estaba armándose de valor para correr hacia el extintor una mano de uñas rojas postizas y piel podrida le agarró por el hombro. Laiseka se cagó en los pantalones y pegó tal alarido que hasta la zombi pareció asustarse y soltó por un instante a su presa. La cría de gacela aprovechó ese momento para derribar a la neumóloga con una coz y salir escopeteado hacia el extintor. La tipa se levantó del suelo y volvió a la carga chillando como un gorrino. El doctor agarró el extintor pero Mari Carmen se abalanzó sobre él y Laiseka solo tuvo tiempo de esquivarla con un improvisado recorte de capea. La tipa cayó de bruces al suelo llevándose con ella una manga de la bata del doctor. Enardecido por su ágil quiebro, éste no se lo pensó dos veces y tras levantar el extintor con ambas manos por encima de su cabeza lo descargó con furia sobre la coronilla de Mari Carmen, acompañándolo con un grito de loco desquiciado.

Si alguna vez se os ha caído una sandía a la calle desde un cuarto piso así es como sonó el crujido. Mari Carmen quedó fulminada en el suelo y un líquido de color marrón fecal empezó a brotar del boquete que había aparecido donde antes había un moño. Mientras contemplaba su cuerpo inerte, Laiseka sintió una punzada de lástima por ella. Bien pronto se arrepintió pues la neumóloga emitió un gruñidito y empezó a moverse lentamente como un perezoso. La paciente no parecía responder al tratamiento con hierro y el médico tuvo que aumentar la dosis hasta que la cabeza de la zombi quedó reducida a un tartar. Tras recobrar el aliento el doctor se limpió con la manga el líquido marrón que cubría su cara y se fue en busca de su esposa cargado con el extintor.

Laiseka no lo sabía todavía pero esa búsqueda desesperada de Julia resultó ser el último rato de felicidad de su vida. Cuando por fin divisó a su mujer en el vestíbulo de pediatría el mundo desapareció bajo sus pies y la vida le desgarró las entrañas de un zarpazo. Mientras los ojos se le inundaban de lágrimas empezó a negar con la cabeza. La única palabra que salió de su boca fue «no». La repitió decenas de veces, cada vez más alto, hasta transformarla en un grito de súplica desconsolada.

Julia estaba a cuatro patas sobre un guardia de seguridad que se revolvía en el suelo tratando de zafarse de ella. La pediatra intentaba morderle la cara y el tipo la mantenía a raya metiéndole la porra en la boca como un domador de cocodrilos. Laiseka gritó el nombre de su esposa y empezó a correr hacía ellos. Julia levantó la cabeza y lo miró con dos oscuros fósiles de lo que esta mañana eran dos ojazos verdes. El guardia aprovechó este momento íntimo para quitársela de encima de un empujón y levantarse. En vez de salir corriendo el tipo empezó a buscar algo por el suelo. No tardó en encontrarlo. Su pistola. La recogió y apuntó con ella a Julia, que se había incorporado pero seguía mirando al doctor.  El guardia debía ser un flipao que había visto demasiadas películas porque antes de disparar soltó con fingida voz de tipo duro: “muerde esto, hija de pu…” La última sílaba quedó enmudecida por un sonoro crujido parecido al que haría una sandía al caer a la calle desde un primer piso.

Tenía que haberse ido corriendo cuando tuvo oportunidad. Iba a matar a Julia. Seguro que no está muerto. Le he dado flojito. Con esta batería de pensamientos zanjó Laiseka cualquier dilema moral sobre lo que acaba de hacer. Tenía otro tema más importante del que preocuparse. Se acercó a su esposa y volvió a desahecerse en lloros al confirmar lo obvio. Su mujer era una zombi. Aunque la tenía delante había perdido a Julia para siempre. Estar frente al fantasma de lo que fue el amor de su vida convertía la pérdida en una tortura inimaginable.

Julia seguía de pie, inmóvil. Miraba a Laiseka con los ojos muy abiertos y la boca cerrada con una mueca de estupefacción. No se mostraba agresiva ni parecía tener ganas de comérselo. Nadie diría que era una zombi si no fuese por su aspecto de momia andina. Con dedos temblorosos el doctor cogió las manos de Julia. De cerca pudo ver que en lo más profundo de esos ojos pardos aún brillaba una diminuta chispa verde. Esa fue la kryptonita que acabó de derrumbarlo. Se dejó caer en los brazos de su mujer y abrazándola lloró desconsoladamente las pocas lágrimas que le quedaban. Julia giró la cabeza hacia un lado y Laiseka se tensó esperando el mordisco. La zombi abrió la boca y con un susurro apenas audible le dijo al oído «gor…di…to».

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