La vuelta gitana a Irlanda

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El cuento de la lechera nos había quedado precioso. Demasiado. Yo volaba a Dublín, me encontraba con Laurent en el aeropuerto y alquilábamos una furgoneta camperizada tipo VW California. Recogíamos a su perro Natee y nos íbamos los tres a recorrer la costa atlántica irlandesa de norte a sur a bordo de nuestra furgo. Suena chupi, ¿a que sí? Pues es casi casi lo que vamos a hacer. La cómoda y preparada VW California desaparece del cuento y es sustituida por una furgoneta de carga. Un vehículo ideal para autónomos y PYMES pero algo espartano para usarse como casa rodante.

Todo esto porque las dos empresas que alquilaban campers en Dublín nos salieron rana, una por no tener ninguna furgo disponible para estas fechas y la otra por oler a chamusquina, a Laurent le parecieron unos piratas cuando fue allí a preguntar precios y demás.

Sea como fuere nos habíamos quedado a la vez sin medio de transporte y sin alojamiento. Solo nos quedaban las ganas de irnos pero se nos echaba el tiempo encima, raro en nosotros, y estábamos en bragas, más raro aún.

Si no queríamos alcanzar la costa oeste en burro nos quedaba la opción de alquilar un coche y dormir en hostels y B&B o alquilar una furgoneta de carga, sin ninguna comodidad para ser usada como “alojamiento”, pero con la que podíamos pasar la noche donde quisiéramos. Lo que viene a ser hacer el gitano.

Así que aquí estamos, en algún punto en las inmediaciones de Sligo, tumbados los tres en un colchón de muelles en la parte trasera de una Opel Vivaro y sumergidos en un mar de trastos que haría estresarse a un zumbao con Síndrome de Diógenes.

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Menos mal que me gusta conducir porque telita con el debut por las carreteras irlandesas. La primera noche (sí, el estreno al volante lo hice de noche para facilitar las cosas) fue pesadillesca. Se me acumulaban los retos. Conducir por la izquierda. En un vehículo con el volante a la derecha, la palanca de cambios a la izquierda y el resto de mandos (menos los pedales gracias a Dios) también haciendo espejo. Me terminó doliendo un poco la mano derecha de los golpes que me di contra la puerta buscando el cambio y perdí la cuenta de las veces que me saltó el limpiaparabrisas al poner el intermitente. Y viceversa.

Tampoco fue fácil habituarme a las medidas de la furgoneta, todo el rato parecía que me metía al carril contrario y tratando de evitarlo me echaba a la izquierda demasiado y me metía en el arcén, cuando la carretera era buena, y si no en la hierba y el barro, cuando la carretera no era digna de ese nombre, consiguiendo que la furgo botase una cosa mala y nosotros blasfemásemos en tres idiomas con los huevos de corbata.

Así durante tres horas, de noche y lloviendo, porque esa es otra, ya hablaremos pero no nos perdemos ni una inclemencia climática. Creo que nunca he agarrado un volante tan fuerte como esa noche. Al soltarlo tenía los dedos entumecidos y rojiblancos, como los llevas cuando llegas a casa cargado con demasiadas bolsas de la compra.

Todo eso llevando a mi lado a un perro algo culo inquieto y un poco más allá a un francés preguntándome si se hace un canuto.

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A lo mejor alguno estáis idealizando el temita de la furgoneta. Os entiendo. Por eso no está de más aclarar ciertos detalles.

Ya dije que era una furgo pensada para llevar tablones y no personas. La parte trasera no se comunica con la cabina, cosa que puede parecer baladí pero no lo es. Porque detrás no hay ventanas. Nada, ni una grieta que permita ver el exterior. A los tablones no les importan las vistas. Mientras puedes tener las puertas abiertas vas tirando pero cuando arrecia el mal tiempo y no te quedan más cojones que meterte y chapar te sientes como si te hubiera secuestrado la mafia.

Para describir mejor la sensación diré que nosotros, que vivimos ahí dentro, lo llamamos el sarcófago, bueno, en inglés que es más gracioso, sarcophagus. Los tablones no tienen claustrofobia. Ni frío. Porque lo que tiene la chapa es que aísla entre poco y nada. Dentro del sarcophagus no te mojas ni se te lleva el viento pero hace el mismo frío que fuera. Ves tu aliento congelándose en el aire bajo tus narices como si estuvieses dentro de una cámara frigorífica.

Tenemos ropa de sobra, sacos y mantas pero la primera noche nos nevó y las pasamos un poco putas. Sin sueño y sin ganas nos metimos echando ostias en la «cama» porque estar fuera del saco y las mantas era incompatible con la vida. Allí tumbado y arropao hasta la coronilla, literalmente, se me fue un poco la olla pensando si no nos iban a encontrar a la mañana siguiente hechos un Frigodedo. O algo casi peor, que tratando de salvar la vida mi primer trío lo fuese a hacer con un francés y su perro.

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La Wild Atlantic Way es una carretera que además de tener un nombre molón te lleva por toda la costa oeste de Irlanda. Más que una carretera es una ruta que une los pueblos más cercanos al mar. Como os estaréis imaginando es super feo todo.

Ya que llevamos la casa a cuestas no tenemos agenda. Cogemos la furgo al amanecer y seguimos hacia el sur, parando las veces que haga falta para la fotito de rigor, tomar algo o aliviar un retortijón traicionero. Cuando estamos hartos de carretera buscamos un sitio chulo para aparcarla y hacer el gitano hasta el día siguiente. Sitios chulos aquí son casi todos pero nos las vemos y nos las deseamos para encontrar un enclave que no esté cercado por un muro de piedra y lleno de vacas y ovejas, que no sea el casoplón de alguien, que no tenga un cartel de «prohibido pasar la noche» y que además esté mínimamente guarecido del cojonero invierno irlandés. Pero hemos mejorado mucho como exploradores. De dormir la primera noche entre una tapia y una pista de fútbol sala hemos pasado a dormir la mona cada noche frente al mar.

Ayer por la mañana el navegador del coche solo nos decía que estábamos yendo desde, atención a los nombres, Clooncarrabaun hasta Leitir Larthach. Y tras un cambio de rasante nos encontramos con lo que veis en la foto de arriba. No había nadie. Solo nosotros tres y nuestra furgo. Aún tenemos la boca abierta. Solo por el momento en el que lo vimos aparecer delante de nuestras narices y nos miramos uno a otro ya merecería la pena este viaje.

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Hasta ayer nos estaba acompañando el tiempo. El malo. En Irlanda y en febrero tampoco esperábamos bochornazo pero sí tener algo de suerte. Y la hemos tenido. De la mala. «Hacía tiempo que no nevaba así en Sligo» dijo la tipa de la gasolinera mientras cogía el billete de mi temblorosa mano. Desde la niebla hasta el granizo hemos visto el agua en todos sus estados. El viento no se ve pero se siente, está presente. El del Atlántico.

Cuando a pesar de la que está cayendo te atreves a salir del sarcophagus para dar un paseo y a las primeras de cambio el perro se vuelve hacia la furgoneta mala señal.

Pero ayer salió el sol durante más de un cuarto de hora y por fin pudimos hacer el hippie como Dios manda. Aparcados al borde de una ría cerca otro pueblo al que le tuvo que poner el nombre Chiquito, Cúl An Chlai, desplegamos el campamento zíngaro y Laurent pudo sacar al fin sus chancletas y yo mis gafas de sol. Aprovechamos para hacer jornada de puertas abiertas en la furgo y airearla un poco que falta le hacía. Sacamos las mantas y colchones y las pusimos al solecito sobre toda la furgo. Parecía que el circo había llegado a Cúl An Chlai. Y allí echamos el día, tumbados a la bartola disfrutando del sol como lo haces cuando apenas lo ves.

Hace veinte años vine por primera vez a los acantilados de la foto, Cliffs of Moher, primero con Francis y después con Laurent. A mí es de las cosas que más me ha impresionado ver en toda mi vida. Doscientos y pico metros. No puedes dejar de mirarlos. Laurent y yo hemos intentado hacernos la misma foto que hace veinte años pero no ha podido ser. Han puesto un murito y una señal de prohibido. Antes te podías acercar al borde todo lo que te permitiese tu valentía o tu estulticia. Ahora ya no se puede para evitar que la selección natural haga su trabajo y diezme a los turistas.

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Desde el segundo día ya no conduzco abrazado al volante y disfruto como un mochuelo de estas carreteras y estas vistas. Esto es un parque de atracciones. La tontería y el canguele al volante se te pasan pronto, en cuanto circulas bordeando el mar por una de esas carreteruchas que a pesar de ser de doble sentido tienen la anchura justa para que pase el coche de Mr. Bean y tienes la mala suerte de encontrarte a otro coche de frente. Aquí la única solución es que el que mejor lo tenga de los dos dé marcha atrás hasta un ensachamiento del camino que suele estar lejos y tras una curva. Yo sudé escabeche la primera vez que me vi en ese brete y no entiendo como aún no se me ha constipado Laurent de las veces que tiene que bajarse de la furgo bajo la lluvia para gritarme desde atrás «go go go…stop stop stoooop!» tratando de que no se me vaya la furgoneta por algún escurriembre.

Hoy haremos noche en la península de Dingle, otro sitio para no perderse. O más bien para perderse sí. Aquí no llega ni el telégrafo pero la dueña de la única tienda en kilómetros nos ha escrito en un post-it la clave de su wifi por si queremos decirle a nuestra familia que seguimos vivos o dar la matraca con nuestras tribulaciones.

Desde el super sofá que nos montamos en el sarcophagus y frente a la puerta abierta de nuestra furgo vemos el mar, detrás el Connor Pass (otra carreterita peliaguda que nos espera mañana) y más allá las montañas de Dingle, que son tan preciosas que cuando intentas hacer una foto te queda como el culo. Esto es mejor contemplarlo e intentar guardarlo dentro, si tal cosa es posible, que afanarte demasiado en conseguir que lo que estás viendo y sintiendo se refleje en una foto.

Tras nuestro día de esparcimiento al sol Laurent me dijo que creía que incluso habíamos cogido algo de color. Yo le di la razón, algo de color tenemos, pero yo creo que no es bronceado.

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Ayer fuimos a ver a Luke Skywalker. En serio. No quisiera reventarle las pelis a nadie pero si habéis visto las últimas de STAR WARS sabréis que el tío Luke acaba hasta el rabete de ir de Jedi por la vida y se retira a una islita perdida en algún planeta de la galaxia. Tan perdido no estaba porque nosotros nos cruzamos ayer en la carretera con un desvío hacia Skellig Michael, que es la isla donde vive amargado el hijo de Darth Vader. O al menos la isla donde leí que rodaron las pelis. Allá que fuimos y aunque no vimos a Luke nos salió redondo.

Skellig Michael es apenas una cresta de roca y vegetación que asoma a unos diez kilómetros de la costa y el mejor sitio para verla son los acantilados de Kerry, otro sitio pingo. Cuando ya nos íbamos de los acantilados vimos un cartelillo donde había dibujados un coche y una caravana. ¿Perdona? Demasiado bonito pero no perdíamos nada así que fuimos a preguntar al tipo que gestionaba el solitario centro de visitantes cercano. Nos dijo que sí y que no, que allí arriba junto al acantilado se podía pasar la noche pero solo en verano y obviamente pagándole a él. Insistimos diciéndole que el frío no era un problema, estamos inmunizados. Tras dudarlo un poco nos dijo que él se piraba por la noche y tenía que cerrar la barrera….pero que por seis euros cada uno podíamos quedarnos. Oh yeah.

Creedme si os digo que esos seis euretes merecieron la pena. El otro día os dije que no idealizaséis demasiado esto. Pero si queréis idealizar también podéis. A mí no me sale muy bien pero lo puedo intentar. Solo me remito a los hechos.

Podéis imaginaros aparcados al borde de ciento cincuenta metros de acantilado sobre el mar. Estáis completamente solos allí arriba. Frente a vosotros Skellig Michael apenas visible entre la bruma, a vuestra espalda se extiende el valle de Portmagee y al fondo aparecen las montañas del Anillo de Kerry. Hace el frío justo para que abrigados bajo la manta podáis tener las puertas de la furgo abiertas y contemplar primero como se pone el sol sobre el mar y una botella de vino después un montón de estrellas. Y como si quieres ser hippie tienes que serlo bien lo que sonaba en la furgoneta era Pink Floyd.

En nuestras tertulias dentro de la furgo mi amigo y yo nos hemos confesado que la primera noche, al experimentar por primera vez lo cálida, amplia y luminosa que era nuestra suite, ambos pensamos lo mismo sin decírnoslo el uno al otro. Pensamos que aquello no iba a haber Dios que lo aguantase ocho días y que a lo mejor estábamos tontos. De lo segundo no saldremos nunca de dudas pero sobre lo primero nos equivocábamos.

Tras 1708 kilómetros estamos de vuelta en Clogherhead sanos y salvos. Hechos un trapo. Contentos. De bajón. Bajadón. Si intento explicar como me siento ahora mismo corro el peligro de ponerme intensito y no son horas. Total, si voy a estar dándoos la brasa los próximos veinte años con este viaje.

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2 comentarios en “La vuelta gitana a Irlanda

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