Cuento Regulero

Aquella mujer tenía una boca preciosa pero las palabras que salieron de ella me revolvieron las tripas.

  • Ella ya no vive aquí.

Lo dijo con una alegría en la voz que como poco se podría catalogar de inoportuna. La odié por ser portadora del peor de los augurios y allí mismo la hubiera degollado en ofrenda a los dioses si estos hubiesen podido hacer retroceder el tiempo.

Sin saber que se estaba jugando el pellejo la mujer me dio la puntilla respondiendo a algo que yo aún no había preguntado por miedo a la respuesta.

  • Y no sé dónde se fue…ni idea. ¿La conocía usted?

La estupidez de su pregunta me habría hecho gracia si no se me estuviese cayendo el cielo sobre la cabeza. Mi mundo se derrumbaba y yo empezaba a desvanecerme como la foto de Marty McFly en Regreso al Futuro. Me precipitaba hacia el abismo en aceleración constante de 9,81 metros por segundo.

Alicia había desaparecido para siempre. Dentro de mi desesperanza me negaba a aceptar esa eternidad y mi cabeza giraba a diez mil revoluciones por minuto buscando ideas desesperadas para tratar de encontrar a esa mujer entre los siete mil millones de habitantes del planeta. Ir puerta por puerta preguntando por la chica más maravillosa del mundo me parecía un plan maestro ahora mismo. Pero solo sabía su nombre de pila y no tenía ninguna foto suya, al menos ninguna donde se la viese bien y de cerca. Lo tenía crudo.

Quizá lo mejor era aceptar su pérdida y volver a casa a cenar cualquier cosa y después zamparme como postre las tres cajas de Tramadol reservadas para el día del juicio final. Mi botón del pánico para cuando ya no pudiese más. Y sin Alicia ni podía ni quería.

Lo peor es que todo esto me pasaba por huevón. Por esperar y esperar de manera enfermiza un momento mejor para todo. Por miedo a que se riese de mí no me había atrevido a hablar con ella. Me engañaba a mí mismo creyendo esperar una ocasión propicia donde las circunstancias me diesen alguna posibilidad de ganarme su confianza y no dar lastima, asco o miedo. Esperando ese escenario imposible había perdido para siempre la única razón que me mantenía unido al mundo y ahora no veía más salida que largarme al otro barrio harto de pastillas. Me había salido cara la bromita. Si hubiese hablado con ella a lo mejor no me tenía que suicidar esta noche después de cenar. Y si todo hubiera salido bien ahora estaría conmigo para siempre. Como Lorena y Mercedes.

No sé cuantas horas estuve dando vueltas por su barrio con la esperanza de que se hubiese mudado cerca. No cayó esa breva y volví a casa como alma en pena. Tras hacerme una tortilla francesa y comérmela en la cocina, de pie y sin pan, busqué los tramadoles y los fui sacando uno a uno del blister. 60 pastillas. La dosis recomendada era de dos al dia y la dosis máxima de ocho. Sesenta de una tacada deberían ser suficientes para acabar conmigo. Esperaba no quedarme vegetal. O peor aún, vegetal pero consciente. Cagarme encima y poder olerlo. Esta posibilidad me hizo replantearme lo de las pastillas. Las había robado hace años en el hospital porque sabía que algún día querría largarme de aquí por mi propio pie y todas las demás formas de suicidio me parecían dolorosas. Yo no me quería ir de aquí salpicando todo de sangre o angustiado. Quería una muerte más romántica. Sonriendo y en paz. Pero ahora me daba miedo quedarme solo tonto.

A punto de abortar la misión me di cuenta de que estas dudas se trataban de una nueva excusa para no hacer lo que tenía que hacer.  Me juré que eso se había acabado y tras ponerme un vaso de leche empecé a tragarme las pastillas de una en una dando sorbitos del vaso para pasarlas mejor. Diez minutos tardé en matarme.  En cuanto me hube tragado la última pastilla bajé al sótano, encendí la pequeña bombilla roja que colgaba del techo y abrí el arcón frigorífico. Sintiendo como se me llenaban los ojos de lagrimas me agaché y con un último beso me despedí de Lorena. Mis labios se quedaron pegados a su piel congelada y al separarlos me arranqué un poco de pellejo. El pinchazo de dolor me hizo dar un gritito de julay mientras me llevaba las manos a la boca como si fuera a contener una hemorragia. Lo sentía mucho por Mercedes pero visto lo visto se iba a quedar sin besito de despedida. Le di un par de palmaditas en el hombro y la lancé un beso con los labios teniendo cuidado de no hacerme daño al poner morritos. Después de contemplar su belleza por última vez y pedirles perdón por abandonarlas cerré la tapa y salí de allí. No sabía qué hacer con el rato tonto este que me quedaba antes de morirme así que fui al baño a mirarme los labios en el espejo. El pellejo injertado ahora en la mejilla de Lorena había dejado una herida abierta en mi labio superior que escocía como su puta madre. Me descubrí en la tesitura de ponerme Betadine o aguantar un poco a que se me pasase el dolor al palmarla. Decidí ponerme Betadine porque esperar la muerte soplándome los labios como si se me hubiese ido la mano con los jalapeños no me parecía una muerte muy romántica.

 

4 comentarios en “Cuento Regulero

Dime algo, que me hace ilusión