Bonita del Norte

La primera vez que vi a la vasca ya supe que me iba a medio enamorar. Yo me medio enamoro mucho y me enamoro del todo raramente. Como todo el mundo. ¿O a vosotros no os pasa? Con la chica del norte no sé si me fijé primero en su nariz respingona o en sus grandes dientes pero la cosa es que el verano pasado su sola presencia alivió en buena medida mi hastío playero. Y parece ser que este año durante quince días también voy a ser agraciado con unas bonitas vistas del norte.

La vasca debe tener algunos años más que yo pero eso hace tiempo que pasó de estar en la columna de los contras a estar en la de los pros. Aparte de su nariz de Campanilla y su piñata (no me preguntéis por qué pero me atraen los dientes sobresalientes) luce un precioso cuerpo de nadadora. Tan precioso como aparentemente inaccesible porque para empezar la moza me saca cabeza y media. Su hijo, un crío que no llega ni a preadolescente, es casi igual de alto que yo. O igual de bajito. Del padre de la criatura no hay ni rastro, lo que sospecho que repercute en mi fugaz interés por la tipa. No sé si está soltera, separada, es viuda o simplemente el padre del chaval no puede acompañar ningún año a la familia en sus vacaciones. Sea lo que sea ahí hay un vacío que mi fantasioso cerebelo se empeña en rellenar con las más variopintas películas. En todas esas pajas mentales los astros se alinean a mi favor y acabo siendo un Quijote para mi Dulcinea. La más realista de todas estas idas de olla es aquella en la que su sombrilla sale volando por la arena hasta que de cuatro felinas zancadas consigo darle alcance y a modo de ofrenda devolvérsela a mi gran amor de la primera quincena de agosto. En la menos realista de mis pajas mentales aparece un pulpo gigante. Cualquier cosa menos acercarme y decirle hola.

Si no me acerco a hacer el ridículo no es solo por ser vergonzosillo tirando a un poco tonto sino porque a falta de una figura paterna la vasca y su cachorro están acompañados por otros seis o siete familiares. Un clan de las tierras del norte. Todo féminas menos un par de niños y lo que supongo que es el abuelo o jefe del clan. Para llegar hasta mi efímero fruto del deseo antes tendría que enfrentarme a las tres Parcas, o Moiras o para entendernos, las hermanas Tacañón. Estas son tres individuas de edades diversas cuyos dientes me indican que son hermanas de la que me hace tilín y que parecen dispuestas a morder con ellos a cualquier toliga que pretenda inmiscuirse en su círculo de confianza. O sea que lo tengo crudete. Si la vasca estuviese sola tampoco me acercaría, a no ser que apareciese un pulpo gigante, así que rodeada del clan es que ni me lo planteo.  Ahí no hay manera de adentrarse sin que salten las alarmas y aparezcan sobre tu cabeza en letras de neón rojo las palabras “otro espabilao”. Será mejor limitarse a disfrutar de su presencia los días que la tenga cerca, con un ojo puesto en su sombrilla y otro en la superficie del agua.

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Dime algo, que me hace ilusión